Hace años que le espera vestida de gris. Ha pasado a ser su color favorito desde hace tiempo. Los pasos de él crujen con las pequeñas piedras del camino, le avisan de su llegada. Esa señal y ella se asoma a la ventana. Callada, le mira venir. Se sienta en el porche de piedra. El hombre cambia las flores del jarrón,  que ya están marchitas,  por otras frescas. Siempre los mismos gestos, que ella agradece con una sonrisa. Sabe cuál será el siguiente movimiento. Se sentará en la piedra y empezará a hablar con ella. Desde esa ventana, ella le escuchará. Siempre desde unos  años, el mismo ritual entre ellos.

Mientras él empieza su monólogo, la mujer echa la vista atrás, casi a la mitad de ese camino, que emprendieron juntos una vez. En ese momento, ella no vivía en ese hogar. Esa piedra que les separa ahora, entonces era distinta. Era muro de silencio vivo. No había enredaderas que creciesen por él. Lo rehuían. Tampoco pájaros que se posasen ni siquiera unos segundos. Los insectos nunca lo vieron como un lugar seguro. Los gatos tranquilos, pensativos,   no recibieron el sol desde allí. Una pared gris terminada por manos obreras agonizantes.

No siempre fue así. Los primeros años fueron soleados. La hierba crecía alta, las flores silvestres aparecían en su camino. Peregrinas, se quedaban un tiempo . Después las nubes dejaron de ser invitados ocasionales, se quedaron a vivir en el cielo de esa casa. Tantas que estallaron las tormentas. Llegó la calma que queda después de ellas. Los árboles caídos, las flores arrancadas, la tierra movida de su sitio. La lucha deja exhausta a la naturaleza y a los hombres también. El día que terminó la tormenta, empezaron a construir el muro sin restos. Nada se salvó del aguacero. Se respiró el silencio atado, el que no es libre. Creyeron que era sólo bandera blanca de alguna guerra. No supieron que era el principio de la desidia, de la calma forzada, de abatimiento callado, de lo que no se dice, de lo nunca hablado.

Ella retorna de sus pensamientos. Vuelve a hacer suyas las palabras que él va diciendo. Escucha atenta, le sonríe. Suenan sus frases a rocío, a lluvia de verano en la playa, a sombra de los árboles en los días cálidos, a arroyo encontrado en el monte, a caño perdido en los campos, a maullido de gato agradecido, al rabo del perro que corre a tu encuentro. Suenan y suenan como si hubiesen vuelto los días luminosos de antes.

Él le habla de lo que siente cuando está sin ella, de cuánto la echa de menos, de cómo desea poder volver pronto a verla, de esa necesidad de sentirla cerca.

La mujer sabe que en unos minutos, él tendrá que irse. No le importa. Se habrá quedado con ella,  esa sensación dulce de los primeros años que ahora ha vuelto. Suenan las  palabras como  una canción antigua, antaño querida, que creíamos olvidada.  Agradecida le mira.

Un hombre se acerca por el camino de grava. 

– Perdone señor, pero es la hora de cerrar. Tiene usted que marcharse  ya.

    El hombre se levanta de la piedra y sale del cementerio.

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