Doña Candelaria comía una empanada con café.

Aquel día hacía mucho calor, pero la señora no podía estar sin su café.

Esa tarde y como generalmente pasaba, lo disfrutaba en la mecedora, frente a la puerta de su casa, contemplando sus rosales secos, que en otra época rebosaban de color y belleza; ya le dolían mucho sus rodillas y dejó morir sus plantas, del mismo modo que había dejado de ser feliz, del mismo modo que perdía la esperanza.

Estaba sola, en extremo sola, lo único que la mantenía con vida era poder ver de nuevo a Cirilo, su hijo, aquel que le prometió volver un día, lleno de dólares y con una camioneta nuevecita, de eso ya 37 años.

Mientras daba otro sorbo a su café, con esa boca tan falta de dientes y tan deseosa de conversar con otros, vio pasar por la calle un niño, un pequeño gordito y sucio, que jugaba con un carrito sin una de sus ruedas. Con esfuerzo y dolor de articulaciones se levantó de la mecedora, caminó despacio hacía su casa, siendo muy cuidadosa de no tropezar con la hierba seca que estorbaba la entrada. Ya dentro fue directo al cuarto de su Cirilo, aquel hijo ingrato que a pesar de todo, su corazón de madre no podía olvidar; encontró lo que buscaba, el carro de bomberos que antaño hacia tan feliz a su niño, salió de nuevo hacia su descuidado jardín frontal y observó. El niño ya no estaba, perdió la oportunidad de conversar con alguien, de tal vez tener un amigo, un alma caritativa que la hiciera sentir que existe.

De nuevo a su soledad se dejó caer en la mecedora y sintió nostalgia de aquellos días en que aun la visitaba su comadre Guadalupe, esas largas platicas en el fresco de la tarde, riendo de sus maridos muertos, de los chismes del pueblo y de las épocas que cada vez se veían más lejanas.

“Así es la vida” se decía a si misma, a los 90 años ya no tienes nada, ni hermanos, ni hijos, ni comadre. Tan solo soledad, un jardín seco, una casa derruida y un corazón lleno de recuerdos.

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