Comienza a entrar la claridad por entre las lamas de la persiana. Es lo que me hace sentirme cómodo en el mundo: que todo sigue pasando sin que importe nada. Eso es lo que mi pobre hijo Félix nunca ha sido capaz de entender. Que lo que pasa no tiene nada que ver con lo que piense o deje de pensar. Aún me acuerdo de lo que nos dijeron tantos médicos, pero su madre insistía en que había que ir a otro y a otro más, y cuando se acabaron los médicos a otros fulanos de los que no quiero acordarme y a los que íbamos por no oírla repetirme por la noche como un disco rayado: Custodio, que los médicos no lo saben todo, alguien habrá que sepa curarlo. Pero nadie sabía, nunca nadie supo curarlo. Solo tratarlo y no siempre, como anoche. A Martina se le tuvo que escapar, no pudo ser a otra. Se lo dije a la gobernanta, que no era buena idea que ella me acompañase al médico, que prefería a Georgina, que es más paciente, que habla poco y se le entiende menos. Pero no, que mejor Martina, porque habla español. Por eso no la quería, porque habla en español de lo que entiende y de lo que no entiende. Al salir de la consulta, se lo expliqué muy bien, que Félix no tenía que saber nada todavía, que yo buscaría el momento de decírselo, que esto le iba a costar mucho, porque no me tiene más que a mí, que ni siquiera tuvo a su madre cuando vivía, porque ella solo quería arreglarlo, como si fuera un juguete roto. Martina se parece mucho a ella: palabritas por aquí y por allá, mucho saludo, mucho ayúdame que no puedo sola contigo, pero no atiende, no escucha y así se lo tuvo que decir, de sopetón, sin que estuviera preparado y luego a llorar que si yo no sabía, no me imaginé, no creía yo que Félix se fuera a poner así.

Que Félix no está bien, pero tonto no es, ni lo ha sido nunca. Si un problema ha tenido siempre es que comprende muy bien todo, demasiado bien, hasta a sí mismo, pero no lo sabe manejar. Por eso, yo quería decírselo poco a poco, que lo conozco bien, soy más que su padre, soy el que ha estado con él, escuchándole y, a veces, nada más que estando ahí a su lado, el único, pasase lo que pasase, buscándolo por los parques, las carreteras, los bares. Porque tenía muchos amigos, muchísimos. Era de los que se desviven por los demás y sabía hablar y tocar la guitarra, aunque a él le faltase ese punto de luz, porque, al final, lo que buscaba era escapar de aquello que le rondaba y que también era él. Hasta que llegó el día en que el alegre y el que no quería vivir se juntaron y fueron uno y desaparecieron todos los amigos. Y por eso he estado siempre con él, porque soy su padre todos los días a todas las horas, de día y de noche. Por eso, él cree que a mí no me puede pasar nada, porque eso le dejaría a él desnudo, sin la última barrera ante la muerte anticipada y tan presente en su cabeza. Por eso, no tenía que saberlo de una sola vez. Por eso, por eso no tenía que haber venido Martina, porque no tenía que escuchar al médico decirme lo que yo sabía que me iba a decir: que ya he llegado a donde iba, que no llegaré a octubre para cumplir los noventa, que será rápido. Así lo sentía yo por dentro desde que le dije el mes pasado al médico de la residencia que algo se me había estropeado del todo aquí, justo aquí. No me gusta, cómo me va a gustar, pero lo acepto: he tenido mi vida, me casé y tuve un hijo, mi Félix, al que le he dado mi vida entera, otra no tengo más que la que él se ha llevado y otra le daría si me dejasen. Pero sé que, faltando yo, las medicinas ya no le servirán, que eso que también es él será el único que quede. Por eso quería decírselo despacio, para que solo su parte alegre lo supiera y lo aceptase y convenciese al resto de sí mismo que merecía la pena seguir un día y otro más. Yo sí sé enfrentarme a esta ristra de días repetidos en la residencia, aunque a veces eche de menos la vida que no tuve, no como él, que al pensar en lo que pudo ser es capaz de anticipar todas las muertes del universo y sufrirlas en su cabeza en un segundo. Ya es mayor y a veces parece que todo está controlado ya, que la medicación está ajustada, como le gusta decir a su médico. Pero yo sé que no y como lo sé, sabía que iba a pasar lo de anoche, cuando Martina no supo tener la boca como debía haberla tenido, bien cerrada, a cal y canto, y tuvo que soltarle que si pobrecito, pero que no tenía que preocuparse que ella iba a cuidarle muy bien cuando faltase su padre, porque el señor Custodio no iba a estar aquí para siempre, que hay que comprender que eso nos ha de pasar a todos.

Mi Félix, a solas con sus pesadillas, sin que yo pueda ayudarle, hundido en sí mismo. Respira fuerte, ronca a ratos, se mueve, se mueve y no puede despertarse. La inyección no le va a dejar despertarse hasta bien entrado el día y luego esa otra parte de él seguirá amodorrada, sí, pero sin permitir que él pueda estar de verdad conmigo. Ya no voy a poder hablarle. Al menos (¡al menos!) no lo han atado a la cama. Qué dolor aquella primera vez en el hospital, sujeto a las barras, sin ninguna expresión en la cara, como el Cristo yacente al que rezaba su madre… Pero aquí no es más que un sesentón demasiado anciano, no muy distinto de muchos otros residentes. Y cuando por fin se calmó y lo acostaron, me ofrecieron a mí una pastilla para dormir, por el disgusto y esas cosas, pero yo duermo bien, solo que, como el viejo que soy, tengo el sueño ligero, a ratos me despierto y me pongo a pensar. Y pensar no me duele. Es bueno recordar. Se lo decía a mi mujer. Hay que saber recordar, si no ¿para qué se ha vivido? Me acuerdo de Félix recién nacido, me acuerdo de ella cuando los dos éramos jóvenes, me acuerdo del día en que Félix y yo entramos en la residencia, la mejor, porque para algo nos habíamos pasado la vida ahorrando. Ella creía que todo ese sacrificio había sido para pagar el peregrinaje de médicos al que nos sometíamos los tres varias veces al año desde el principio de todo, pero yo le insistía que nada nuevo nos decían, que había que pensar en cuando ya no pudiéramos cuidarnos ni cuidarlo a él y ella se ponía muy derecha, como si estuviera enfadada de verdad, y me lanzaba el discurso que conocía de sobra: que para cuidarnos estaba ella, qué me creía yo, que ella no era suficiente. Y yo le decía que no, pero que a lo mejor también yo debía cuidar de ella algún día. Y se echaba a reír y me decía, pero Custodio, hombre, si tú no sirves para nada… De todo eso me acuerdo y me sirve para vivirlo otra vez, porque está todo aquí, bien dentro y yo se lo he ido dando a Félix, para que no le duela, para que lo entienda, que lo hice muy bien cuando lo de su madre y fue mucho más difícil, porque ella un día estaba y al siguiente no. Él estuvo triste por meses, sí, pero hasta su médico reconoció que no había sido como él temía, que yo tendría que enseñar a algunos terapeutas alguno de mis trucos. El único problema es que yo no tengo trucos. Solo sé cuidar a Félix y lo único que hago es estar aquí, con él, dándole compañía un día más y mil que tuviera, pero ya no los tengo y deberá seguir sin mí, porque así son las cosas y así deben ser.

Este cuento se publicó en el número de junio de «Salamanca al Día». Enlace al pdf del periódico (el cuento está en la página 16): 

https://salamancartvaldia.es/adjuntos/fichero_1202295_20210602.pdf#_blank 

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS