Despierto y ella sigue allí, a mi lado, como abandonada, con una respiración lenta, inmersa -eso me parece- en una realidad sin pesadillas. “Gabriela…”, murmuro. Extiendo mi mano hacia su espalda, pero tengo miedo de tocarla, de mellar aún más su piel de cristal brillante. Las marcas de su cuerpo me cuentan más historias que sus palabras. Quiero acariciarla igual que a mi trompeta por las noches en El Irlandés. Quiero besarla no como antes, sino como yo sabía besar al oro bruñido de mi trompeta; porque al hacerlo compartiría el filo de la tierra que me cortaba cuando mi música se hacía dueña del aire hace ya tantos años. Al besarla como a mi trompeta ella sabría que me veía a mí mismo huyendo del suburbio transportado por unas notas quebradas, arrítmicas, hasta llegar a un sitio donde ya no es posible ver ni un edificio, ni una chabola, ni un arbusto, con la Luna nada más frente a mí. Un lugar que recuerdo con todos sus detalles, aunque haga tantos años que no soy capaz de llegar hasta él, porque bien sé lo que allí siempre me espera: el viento de creciente poder que me arranca la ropa y me golpea hasta llegar un momento en que debería elevarme y hacerme dar vueltas como a un pelele desnucado y bajar la mirada para saber qué me ata al suelo y contemplar mis pies transformados en raíces y alzar la cara hacia la Luna gigante y blanca que posee el firmamento y sentir un ciclón descarnando los huesos hasta adivinar que mis ojos y mi cerebro están deshaciéndose en polvo, escapándose por los poros de los huesos, arremolinándose en torno a mi esqueleto desnudo, yéndose al cielo, al fin del mundo, disolviéndose, hasta ser menos que un recuerdo. Nada.

Por un momento, tengo la tentación de despertarla y, en lugar de besarla, contarle la visión reiterativa de mi aniquilación, porque ella, Gabriela, tiene derecho a conocerme de verdad. ¿Acaso no he contemplado yo las marcas de todo su cuerpo? Es el momento; pero también sé lo que ocurrió cuando se lo conté a Raquel, mi esposa.

Diría que ha pasado más de una vida desde entonces. Al menos, lo he recordado tantas veces que es como si le hubiera pasado a otro. Raquel también estaba durmiendo cuando yo regresé de la actuación en la que la visión vino a mí por primera vez. Y también fue la primera ocasión en que me pagaron bien. Cuando llegué a casa eran las cuatro de la madrugada y hacía mucho calor. Todavía estaba alterado por el éxtasis que había alcanzado con mi trompeta. Me quité la ropa empapada de sudor, componiendo una melodía con su respiración y, desnudo, me acerqué a su piel tan dulce, tarareando una letra improvisada con su nombre, en voz muy baja para no despertar a la niña, que intentaba descansar en la cuna. Mis dedos recorrieron sus hombros, su nariz, su frente, sus labios, con aquella música sincopada que yo iba creando sobre la marcha solo para ella y Raquel fue saliendo del sueño muy despacio, gozando de esa tierra de nadie que se había creado entre el sueño y la vigilia. Sonreía. Aquella atmósfera me confundió y creí que, podía abrirme de par en par y que ella comprendería; que todo sería sencillo.

No dijo nada ante el huracán que transformaba mis pies en raíces ni mostró qué sentía al imaginarme gritando a la Luna, perdiendo una por una las células de mi cerebro, de mis ojos. No me besó. Se levantó de la cama y cogió a la niña en brazos, como para calmar su sueño inquieto. La acunó mucho tiempo, de espaldas a mí, repitiendo su nombre en un murmullo pausado.

Hubo más y más actuaciones, pero nunca volvimos a hablar de aquello ni de muchas otras cosas. Hubiera preferido que, en algún momento de aquella noche, hubiera retrocedido con asco ante la descripción de mi esqueleto descarnado, que me hubiera insultado diciéndome que era un obseso que prefería el aplauso antes que cualquier otra cosa, incluida mi cordura. Ojalá hubiéramos discutido hasta que ella hubiera tirado mi trompeta por la ventana. Ojalá. Todo menos volver un día y no encontrar más que el aire escapando hacia el lugar que habían ocupado ella y la niña.

Por eso prefiero no llegar a tocar a Gabriela, aunque me duelan los dedos. No despertarla. Es mejor callar, callar y esperar, esperar a la noche.

* * *

De pie, en el camerino, casi a oscuras, hago mis ejercicios de calentamiento con una profesionalidad que ya no recordaba. Como un principiante aplicado, busco que el aire no deje de fluir, que no cese el movimiento. Noto mi labio vibrar, cómo se forma la embocadura.

Cuando, por fin, me siento seguro, bajo unas escaleras estrechas y salgo al escenario. Un foco blanco me ciega mientras el dueño del garito, agarrado del brazo de Gabriela, anuncia a un trompetista único poseedor de un estilo inimitable, sin parangón. No hay aplausos mientras los dos abandonan el escenario. Detrás de mí y a un lado hay alguien nuevo con un bajo, David a la batería y Samuel sentado a un añoso piano de pared; un paso por delante de ellos, yo estoy solo, chorreando miedo, dispuesto a convocar una imagen sin la que soy incapaz de tocar como algunos dicen que llegué a hacerlo años atrás.

Esta noche, como ninguna otra, deseo que la visión regrese a mí con todo su espanto, para mostrar a Gabriela quién soy yo en realidad. Quiero que escuche mi música, mi verdadero idioma, y no mis palabras, grandilocuentes, torpes, siempre ambiguas y mentirosas.

Este cuento se publicó en el periódico «Salamanca al Día» en mayo de 2021. Enlace al pdf del periódico (el cuento está en la página 20):  https://salamancartvaldia.es/adjuntos/fichero_1195470_20210506.pdf#_blank 

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