Un amigo inesperado

Nos conocimos tarde, cuando uno ya no hace amigos, pero conversa con cualquiera que le siga la corriente. De hecho, pegamos la hebra esperando como buenos ancianos en la delegación de un ministerio, no importa cuál.

– Tengo un nombre de los antes: Gregorio -me dijo.

– Mi nombre también es de los de siempre: Francisco -le contesté.

-Si yo me llamo Gregorio y usted Francisco, yo podría ser un bicho producto de su imaginación.

Una declaración de amor por la literatura tan críptica y directa bien valía una conversación, pensé. Fuimos transitando de un tema a otro, en una conversación impresionista que me ponía inesperadamente de buen humor en medio de aquella espera administrativa. Los dos estábamos presentando papeles diversos para trámites más diversos todavía, pero debíamos hacer la misma cola. Aunque -tiempos modernos en la administración pública- esa cola ya solo era metafórica, pues los dos esperábamos turno sentados en unos bancos negros muy rígidos, escuchando un timbrazo sin ritmo que daba la orden a un par de dígitos de ir avanzando por los números naturales hacia el infinito sin alcanzarlo nunca.

-La gente no se da cuenta, pero estas esperas son un don de Dios -me dijo con una sonrisa-. Se puede hablar y hasta pensar mientras se aguarda turno.

-Si usted lo dice, Gregorio, estoy por creerle, pero solo porque usted lo dice -contesté.

Acometió entonces un argumento sencillo, pero convincente, sobre la necesidad de detenerse y reflexionar, aunque fuera en esa sala de espera o en la cola de la pescadería. De hecho, él veía mucho mejor la pescadería para ese menester, porque la visión de las agallas enrojecidas y los ojos tan redondos le avisan a uno que siempre hay que estar bien despabilado. Hilaba tan bien sus meditaciones que no pude por menos de preguntarle si escribía.

-No, no, Dios me libre -sonrió-. Ya no.

-¿Y por qué lo dejó?

-¿Me lo pregunta para ponerse a usted mismo la excusa que es mía y solo mía?

Ahí se puso demasiado serio para no pensar que era un sarcasmo y me eché a reír. Él también; pero no me contestó.

Después de ese día, ambos hicimos por encontrarnos en los alrededores de esa misma delegación a la hora en que menudean a sus puertas los administrados. Después de algunos paseos cortos y circulares terminábamos en alguna de las terrazas medio vacías. Para encontrarlas, teníamos que alejarnos un poco del centro y elegir las cafeterías más despobladas, las prontas a quebrar. Gregorio afirmaba que eran las más plácidas y relajadas y yo apoyaba su razonamiento con toda la vehemencia que me permitía mi poco genio, es decir, dejándome llevar.

Fueron dos años de comentarios sagaces, inútiles y divertidos. Casi nunca de literatura, aunque pareciera lo contrario después de aquella primera declaración de intenciones; casi siempre, la conversación se vencía hacia los detalles que la vida acaba exagerando para agotarnos en interpretaciones que nunca terminan de encajar del todo. En ese tiempo, mi esposa notó cómo la tristeza de mi jubilación había quedado atrás, cosa de la que ella se alegraba sobremanera, pues no podía entender que apenas un mes después de alcanzar el retiro yo pudiera añorar aquel trabajo inane del que tan mal había hablado yo en conversaciones de cama, sofá y cocina toda la vida.

-Un día me presentas a ese tal Gregorio que te ha sentado tan bien.

-Mañana mismo -le dije.

Sin embargo, Gregorio a la mañana siguiente no apareció. Teresa y yo no hicimos más que dar vueltas como tontos, hasta que terminamos en una de las terrazas llenas a rebosar, con una música ambiental que atentaba contra la civilización impidiéndonos conversar como es debido, pero atentos, eso sí, a los alrededores del edificio administrativo que nos convocaba desde hacía un par de años. Sin resultado. Tardé más de quince días en desesperarme y en dejar de acudir a la cita inexistente que Gregorio parecía haber olvidado de manera tan repentina. Ni que decir tiene que hasta empecé a añorar de nuevo mi detestado y viejo empleo. Teresa llegó a decirme si no estaría enamorado del tal Gregorio y, al darse la vuelta en la cama, la oí murmurar si no me lo había inventado todo para tener una razón para no estar con ella por las mañanas. Ella sabe que tengo como regla no discutir en la cama, porque eso me impide, aún más, alcanzar el sueño. Así que, como he hecho siempre, me callé tomando nota de lo que ella acababa de sugerir. En fin, más que nota, tomé una novela del diecinueve completa, porque estuve toda la noche dándole vueltas a si alguien más, aparte de mí, había visto a Gregorio sin que fuera capaz de incluir a nadie en ese recuento.

Amanecía cuando caí en que el viejo burócrata que soy había guardado los tiques de todos los cafés con leche que nos habíamos tomado. Hice como que madrugaba para levantarme, asearme todo lo rápido que pude y revisar los bolsillos de mi abrigo. Allí estaban innumerables parejas de cafés con leche pagadas en efectivo. No me hacía falta que nadie más que yo lo hubiera visto: la realidad de Gregorio quedaba confirmada gracias a la contabilidad de nuestras queridas cafeterías solitarias. Sin embargo, cuando ya iba a bajar a comprar el pan después de desayunar me sobresalté, porque yo podría haber pedido dos cafés y haberlos pagado sin nadie a mi lado. Siempre que uno termine pagando la cuenta, los camareros toleran casi cualquier rareza de sus clientes. Más aún en las cafeterías al borde del cierre.

Fue entonces que, para recordar aquellas conversaciones y sus meandros, comencé de nuevo a escribir, no como años atrás, sino para no perder los buenos recuerdos con Gregorio. Eran cartas, como las que vi escribir a mis padres y a mis abuelos, en las que empecé a contarle, como si fuera a leerme, a escucharme, el calor o el frío del día, la pérdida de otro tiesto de geranios por una plaga desconocida, mi agotamiento al subir las escaleras. Hasta llegué a ir a correos para hacerle llegar todas esas tonterías, pero como no sabía su dirección me la dirigí a mí mismo. Sin remite, para qué, pues ya sabía quién la enviaba.

Con la casualidad de la buena literatura, y a Dios gracias, justo entonces acabó llegando una carta de Gregorio, sin que yo recordase haberle dado nunca mis señas. Pedía excusas por su repentina desaparición, fruto de la inconsciencia de una de sus hijas. Se mostraba tan prolijo hablando de las mismas naderías, flecos y madejas de temas que era casi imposible llegar a lo importante, la vida atropellada e inconstante de su hija. En una prosa fluida y, a la vez, elíptica, intuí un problema familiar grave que le llevaba a reactivar las obligaciones nunca abandonadas de padre, ahora casi en el otro lado de España. Me aliviaron tanto sus palabras que las leí una y otra vez, tantas que Teresa me preguntó, de nuevo en la cama, justo al darse la vuelta, si ya me sabía de memoria la carta de mi enamorado. No le contesté, porque ella tampoco pretendía que yo lo hiciese.

Pasado el embrujo de la llegada de la carta y, efectivamente, aprendidas casi de memoria sus frases, fui cayendo en una melancolía suave, pues al fin y al cabo Gregorio se había mostrado como un maestro en la administración de silencios. No había forma de saber dónde estaba realmente (“al otro lado de España”) y el sobre ni siquiera tenía remite. Tampoco el franqueo del sello -más bien barras verticales sobre pegatina- aclaraba la procedencia. Sin embargo, para mi bien, fueron llegando cartas cada mes o dos meses, todas desde ese lugar inconcreto del mapa (“desde esta ciudad pequeña”, “con estos montes que me miran, de cerca y de lejos”, “aquí”). Además, nuestra conversación se había transformado en un monólogo. Eso no me llenaba al principio, porque en una conversación se da y se recibe, los temas se van matizando, hasta que se remansan en la despedida. Aquellos sobres sin remite no me permitían saber adónde debía dirigir mis respuestas. Hasta que di con la solución: cada cierto tiempo yo le escribiría una respuesta, acudiría paseando hasta correos para enviármela a mí mismo. Y Gregorio, puntual, como si fuera un verdadero narrador omnisciente escribiendo mi historia, enviaba su carta justo después.

Así, la recurrencia de mis respuestas sin verdadero destino y de sus misivas tan puntuales me fueron curando de la imposibilidad cierta de contestarle. Me dedico a escucharlo con mis ojos, llegando incluso a olvidar su voz, subsumida en aquella letra inclinada, tan semejante a la que mis profesores me enseñaron a dibujar de niño, como a todos los escolares de nuestra generación. A veces, su hija aparece de manera fugaz y la nombra: Clara…, como el nombre que Teresa y yo elegimos para la niña nuestra que nunca llegó. Mejor así, lo no vivido ya ha quedado en el pasado, le conté a Gregorio en una de mis respuestas que no puede recibir. Hace años, a escondidas en aquella oficina que por fin dejé atrás, me gustaba escribir sobre esa hija que nunca tuvimos y le imaginaba una vida posible tras otra. En algunas era como la hija de Gregorio, crea problemas, nos hace sufrir y, a veces, hay que viajar hasta la otra esquina del mapa y eso, sin que nos lo digamos, nos hace felices a Teresa y a mí, porque lo hacemos por ella. Por eso, pienso tanto en la hija de Gregorio y espero sus cartas, para adivinarla en sus elipsis, en los huecos de las cosas sin importancia que no deja de contarme.

Este cuento se publicó en el número de abril de 2021 del periódico «Salamanca al Día». Se puede acceder a la versión publicada en el siguiente enlace (el cuento está en la página 16):  https://salamancartvaldia.es/adjuntos/fichero_1184520_20210331.pdf#_blank 

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