El cazador de ovnis

En agosto, siempre recibo noticias de Juan. Primero, cuando éramos jóvenes, me llegaban postales con su letra metódica y pulcra; luego, fotos con el móvil en las que estaban los dos, Juan y Marta. Sin embargo, desde unos pocos años antes de su divorcio, las fotos se transformaron en las viejas postales: una ciudad a lo lejos, una carretera que se perdía en el horizonte, un paisaje desolado y, a veces, bello. Un comentario breve situaba el lugar: Núremberg, Copiapó, Manises, Hopeh, Tucumán. Nunca decía lo obvio: que estaba allí para observar de forma indudable un objeto volador no identificado y que fuese, por fin, un objeto identificado o, como él había dicho siempre, una prueba.

Este año, la foto es de la naturaleza vacía que rodea Roswell y, por primera vez desde hace tantos años, aparece él a un lado. Parece relajado, aunque se le notan los dientes apretados y no sonríe. Nunca le ha gustado sonreír en las fotos. Sí que lo hace cara a cara, aunque más bien para esconder algo que no quiere decir o sentir. La imagen me dice que tampoco ha cambiado su mirada inquisitiva y, he de reconocerlo, está bastante más joven que yo.

Me duele no ver a Marta a su lado en la imagen. Eran la pareja ideal desde el instituto. Allí nos conocimos los tres, al comenzar el bachillerato. Si pienso en uno, no puedo dejar de recordar al otro. Me dolió mucho su divorcio. Más aún, porque Juan nunca quiso confiarme nada y tan solo sé lo que ella me ha contado. Después de unos cuantos agostos en los que Marta se había quedado en casa mientras él iba a la caza de lo inexplicado, ella le planteó que deseaba tener un hijo para no estar tan sola. Él, alzando la ceja izquierda, le dijo que no pensaba tener hijos porque los niños de los ufólogos eran la presa más preciada de los alienígenas más altos, los que tienen la piel gris perla y ya no necesitan hablar porque se comunican por telepatía. Marta me contó que sintió como si pudiera verse desde arriba y se observó a sí misma suplicándole que dejara aquello por un tiempo, que necesitaba descanso, disfrutar de más tiempo juntos, tal vez ir al médico, ir juntos al médico. Según ella, Juan negó que le hiciera falta nada de aquello, que era una broma, nada más. Todo era más sencillo, le dijo: los hijos requieren mucho tiempo, demasiado. Un hijo no le iba a permitir seguir con su pasión de la misma manera. Además, él no quería ser injusto cargándola a ella con esa obligación. Estaba muy tranquilo mientras recitaba aquel argumento como si lo hubiera estado ensayando y eso la asustó más todavía: se sintió regresar al punto de vista de sus propios ojos y supo con todo su cuerpo que aquella conversación había sido real.

Al día siguiente, Marta, aún asustada, fue a ver a su suegro. Al principio, no quería escucharla, porque eran cosas de ellos y si su hijo tenía la afición de pasarse los veranos al raso mirando el cielo tampoco era una cosa tan rara, que al fin y al cabo iban juntos a todos esos sitios. ¿No habían viajado por medio mundo gracias a la afición de su hijo por los ovnis? Sin embargo, lo de los alienígenas gris perla detuvo en seco su perorata y no hubo que decir más para que hablase con su hijo.

Delante de su padre, Juan repitió varias veces, con una sonrisa, que lo de los alienígenas que raptaban hijos de ufólogos había sido una de sus ironías desafortunadas, de esas que la gente nunca comprende, que sentía mucho haber asustado a Marta, pero que no, no estaba dispuesto a tener un hijo y a renunciar a su vida. No deseaba quedarse solo, porque amaba muchísimo a Marta; sin embargo, era consciente de que un hijo exigía mucha dedicación, mucho tiempo y dinero, cosas todas ellas que necesitaba para sus investigaciones. Marta me contó que, en todo momento, Juan permaneció aún más sereno que en su conversación del día anterior. Incluso los escuchó con amabilidad hasta que despidió a su padre, diciendo que lo sentía mucho, pero que debía acostarse pronto (en el sofá, para no molestar a Marta), porque tenía que partir muy temprano a la zona de Valencia de Alcántara con otros colegas. Se preveía una temporada especialmente buena para avistamientos.

Su padre abandonó la casa arrastrando los pies. Marta lo vio tan abatido (y ella se sentía tan sola, me dijo en voz baja) que decidió acompañarlo hasta su casa. A los pocos pasos, él comenzó a hablar:

-Marta, creo que yo tengo la culpa de todo.

Le contó una historia del verano anterior a que nosotros tres coincidiéramos en la misma clase de bachillerato. A finales de agosto, un viernes, al regresar del turno de noche, el padre de Juan se paró en la gasolinera que está a medio camino del polígono industrial. Después de repostar, se alejó para echar un cigarro y ver amanecer. Marta atribuía aquel arranque poético a una reconstrucción posterior de ese recuerdo, porque ella lo había tratado bastante y nunca le pareció dado al misticismo. Por mi parte, no descarto que fuera la simple necesidad de nicotina, pues en mis propios recuerdos del padre de Juan siempre se mueve dentro de una niebla densa de tabaco negro. Por la razón que fuera, Marta situaba al padre de Juan al borde de un rastrojo, en ese momento en el que el cielo está negro por un lado a la vez que clarea por el otro, calmando el ansia de la adicción no reconocida o satisfaciendo un rapto contemplativo.

Y sucedió de repente, que es como siempre suceden estas cosas, según había aprendido Marta de todos los casos que Juan y sus compañeros le habían contado, según otros se lo habían contado a ellos. Fue como una aspiradora: un viento que, al principio parecía surgir del suelo, y, al poco, se dio cuenta de que solo podía ser que intentaban succionarlo desde el cielo. Intentó mirar hacia arriba, pero estaba como paralizado (algo que Marta también había aprendido que era común y hasta demasiado común) y comenzaba a elevarse, como si volara. Pero, cuando empezó a cobrar plena conciencia de lo que le estaba pasando, la aspiración cesó tal como había empezado, también de repente. Se vio en el suelo con un tobillo medio dislocado y algunas magulladuras. Lo recogió el dependiente de la gasolinera, que oyó sus gritos de socorro, y lo llevó hasta el pueblo, donde el médico le diagnosticó lo del tobillo y un shock de etiología desconocida que se le pasaría descansando el fin de semana. Marta otorgaba mucha fiabilidad a esta última parte, porque el padre de Juan era incapaz de usar por sí mismo una palabra como etiología a no ser que realmente la hubiera leído en un parte médico.

-A lo mejor, me mareé por la falta de sueño o vete tú a saber por qué. Yo nunca le dije que fuera un ovni, pero eso fue lo que él creyó y nunca le he corregido.

Marta entendió que la mandíbula cerrada en un gesto obstinado que siempre tuvo Juan -y que tanto le gustó desde el primer día- no era más que el empeño en encontrar las pruebas que dieran la razón a su padre; pero, sobre todo, me dijo que comprendió en ese momento que no tenía más opción que dejar a Juan. No por reducir la vida de los dos a perseguir esa obsesión por encima de la posibilidad de tener hijos o, incluso, de estar con ella, sino porque nunca le había contado la historia de su padre. Caí en la cuenta de que Juan tampoco había confiado en mí tanto como para contarme cuál era el origen de la razón de su vida, así que no tuve más remedio que estar de acuerdo con Marta. Y, sin embargo, eso no me impide atesorar todas sus postales, todas sus fotos, y alegrarme de verlo, por fin, una vez más.

Es cuento se publicó en el número de febrero de 2021 del periódico «Salamanca al Día». Enlace al fichero PDF del periódico (el cuento está en la página 22): https://salamancartvaldia.es/adjuntos/fichero_1170906_20210204.pdf#_blank 

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