Se sentó en el muro con las piernas colgando. 

La miré.

—¿Qué haces? 

Me miró; me sonrió. 

—Ver el mundo desde arriba. Y ¿tú?

—¿Cómo los gatos? 

—¿Qué?

—Los gatos. Ellos también ven la vida desde arriba. Les encanta.

Sacó su sonrisa. Esa que escondía y únicamente mostraba en lo momentos más brillantes de su vida. 

—No conocía eso de los gatos. Pero ahora que lo pienso —Subió su barbilla al cielo con los ojos cerrados—, tienes razón. ¿Tienes gato?

—Si —volvió a mirarme esperando algo más—. Una gata, blanca como esas nubes. Y ojos de diamante, azules y cristalinos. Mirada triste. Inquieta, traviesa cuando está despierta. Se pasa el día durmiendo y por las noches saca su cola a pasear. Es muy guapa, por eso será que es muy presumida. 

—¿Presumida? 

—Si, lo digo en serio. Desde que abro la ventana, ella se echa en modo esfinge en el alfeizar y mueve el rabo cuando algún gato merodea por la calle. 

— No me lo creo —riendo a carcajadas. Al reír sus ojos se cerraban un poco, y aparecían unos agujeros en sus comisuras—. ¿Cómo se llama? 

—Azúcar. 

Volvió a reír. 

—¿Tienes una gata que se llama Azúcar? 

—Si —contagiado, reí con ella— ¿Qué tiene de malo?

—No tiene nada de malo. Tiene algo de raro; Azúcar. 

Pasamos la tarde hablando de gatos, amigos y jugando a dar nombre de animales a sus amistades y nombre de personas a los animales. Quedamos al día siguiente pero ella no apareció. Fue dos días más tarde, cuando la vi tras el cristal de la panadería; sus ojos negros en dos líneas, sobre aquellos agujeros a cada lado de sus labios sonrientes, y debajo; en rojo intenso, la palabra DESAPARECIDA.

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