Era el verano tras mi primer año en la universidad y había superado todas las asignaturas de manera brillante; de hecho, sería el mejor año de la carrera, pero eso aún no lo sabía. Había vuelto a casa de mis padres sin más obligación que salir con los amigos que se habían quedado allí buscando trabajo después del COU. En realidad, no más que un par de ellos desempeñaban tareas apenas reconocibles como un empleo, así que por las mañanas no hacíamos más que dar vueltas de un parque a otro hasta que llegaba el calor y, luego, cuando la tarde vencía, salir a patear los mismos bares viejos alargando los botellines hasta que dejaban de estar fríos. Mi madre pronto me reprendió por tanta ociosidad sin dirección y, antes de que pasaran dos semanas, mi padre me levantó un día a la hora en que él se iba a trabajar:

-El piso del abuelo lleva sin abrir más de un año. Te vas a ir allí para limpiarlo y ordenarlo. En la mesa de la cocina tienes las llaves.

Protesté un poco, aunque tampoco demasiado. Jamás lo habría admitido, pero mis amigos no estaban interesados en nada que yo pudiera contarles y fumaban un cigarrillo tras otro como si hubiera respuestas para todos los problemas dentro de las volutas de humo.

Para ir al piso del abuelo, bastaba con recorrer la mitad de la avenida. Recuerdo a mi padre acercarse todos los días a saludarlo. Siempre vivió solo. Siendo muy pequeño, le pregunté a mi abuelo por qué él no tenía una abuela, como les pasaba a todos los abuelos de mis amigos. Él me contestó encogiéndose de hombros:

-A veces pasa.

Sin explicar nada, esa respuesta, sosegada y cargada de aceptación, me dejó tranquilo y no pregunté más.

Al abrir la puerta del piso, me sorprendió la pesadez del aire detenido y oscuro. A pesar de la falta de luz, me pareció que el suelo brillaba y me agaché. Las baldosas de terrazo no estaban mojadas, pero me parecieron húmedas de lo frías que estaban. Me daba un poco de pena abrir las ventanas y permitir que entrase el verano de golpe, pero me dije que era aún temprano y que, al fin y al cabo, yo estaba allí para eso.

Fui abriendo de par en par las ventanas de toda la casa, hasta llegar a la habitación del abuelo. Mi padre lo había encontrado allí el día que fue a verlo y tuvo que abrir con su llave, porque no contestó al timbre. Seguramente, se había sentido mal o cansado y se había echado a medio vestir. Apenas cubierto por la colcha, como si estuviera dispuesto a no dormir demasiado. Pensé que sería la misma colcha que ahora cubría la cama. Todo parecía en su lugar: sobre la cómoda desvencijada una foto con mi padre y conmigo siendo yo muy pequeño, la alfombra de pie de cama enrollada en un rincón y un galán de noche muy elegante en comparación con el armario de cinco cuerpos que amenazaba con invadir la habitación entera. Abrí el armario y apenas había ropa. Lo que guardaba allí eran papeles: periódicos, folios en blanco, libros deshojados, manuales de agricultura y de mecánica, enciclopedias incompletas, novelas del oeste, poesía barroca, folletos de cursos de economía doméstica, mapas de paisajes y naciones que ya no existían, y, por último, descubrí unos cuadernos anchos, de portada negra y con el canto pintado de rojo. En realidad, los cuadernos me descubrieron a mí: se me vinieron encima al curiosear entre unos libros medio rotos y sin cubierta. Me costó ordenarlos, porque casi ninguno comenzaba con una fecha. De vez en cuando, aparecía un mes o un año justo antes de una anotación breve. Gracias a esos rastros pude darles un orden, aunque me dio la sensación de que había varios huecos en el tiempo. Los textos largos no tenían fecha y eran como oír al abuelo pensar en voz alta.

Me busqué en aquella letra inclinada, a veces apresurada, a veces lenta, de los diarios; pero no me encontré más que oculto tras una sola palabra escrita bajo la fecha de mi nacimiento: “Alegría”. Mi padre sí que aparecía miles de veces, en casi todas las páginas. Abriendo un cuaderno al azar, di con el día en que se fue a cumplir el servicio militar. El abuelo decía que mi padre sentía miedo por irse tan lejos, solo, por primera vez, entre tantos desconocidos, todos tan iguales. El corazón me latió más deprisa al saber del miedo de mi padre y cerré ese cuaderno. Abrí otro y lo encontré yendo al colegio. Y sí, fue mucho peor estudiante de lo que él me había contado. Me reí. Lo perseguí por sus juegos de niño, destejiendo su tiempo, hasta una anotación breve que no tenía ninguna fecha: “De nuevo solo, pero con un niño en brazos”. Busqué el pasado más lejos aún, pero en ningún momento mencionaba a una mujer. No de esa manera. Es cierto que las fechas, a veces, tenían grandes saltos, que podía haberse callado lo que más le importaba para, sin embargo, escribir que hacía falta comprar alguna silla, pero que eran muy caras.

Dispersé el contenido del armario por encima del colchón, de la cómoda, por todo el suelo de la habitación, intentando encontrar alguna foto o alguna referencia que me dijera algo de mi abuela. Abajo del todo, detrás del último montón de revistas, apareció una caja metálica sin llave con los documentos administrativos que resumen una vida. Debajo de todos ellos, un certificado de nacimiento declaraba, en letra ampulosa y estilo directo pero solemne, que mi padre era hijo natural de mi abuelo y de una mujer cuyo nombre no me despertaba ningún recuerdo.

El timbre de la puerta me asustó. Cuando abrí, allí estaba mi padre, alzando una bolsa de plástico que contenía un táper descomunal de ensalada campera:

-Tu madre dice que si te vas a quedar aquí todo el día mejor que comamos tú y yo juntos.

Preparamos la mesa en la cocina, como le gustaba al abuelo para no manchar el salón, que era su santuario para leer y ver la televisión. Mi padre se puso a hablar de minucias de su trabajo que yo conocía de sobra y me limité a asentir o negar siguiéndole la conversación. Finalmente, me miró, se echó un poco hacia atrás en la silla y me dijo:

-Se está bien aquí, ¿verdad?

-Sí, no hace calor y eso que he abierto todas las ventanas nada más llegar.

-Es lo bueno de esta casa en verano, que mira al norte. Por eso mismo es tan fría en invierno.

Dudé un poco y le dije:

-Estoy ordenando el armario de la habitación del abuelo.

-Entonces vas a tener para varios días, porque está a rebosar de papeles.

-¿Me puedes ayudar? -le pregunté.

Este cuento se publicó en el número de enero de 2021 del periódico «Salamanca al Día». Enlace al documento en versión pdf del periódico (el cuento está en la página 28): https://salamancartvaldia.es/adjuntos/fichero_1163793_20201231.pdf#_blank  

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS