El maquinista

El maquinista

Agus a

26/12/2020

Llegó a las ocho en punto, un tanto temprano. Con su semblante pálida y los ojos desabridos por el insomnio. Husmeó, el narigón, en el aroma de las caléndulas que lo esperaban en la residencia, dispuestas seguro en el interior de la misma. Lo recibió en la entrada un tipo alto, el supuesto anfitrión de la cena, que le dio la mano y celebró su llegada; cuán tan inesperada que le pareció.

—¡Sáez, llegaste! —sonrió, un tanto apático —.

Una recibida un tanto incomoda, puesto que nadie lo había invitado a Sáez en primer lugar. Digamos de él: un hombre un tanto callado y sagaz, uno qué osó en invitarse a sí mismo, cansado del maltrato de sus colegas en la empresa de laminados. El anfitrión, quién; su capataz en la fábrica, lo siguió hombro con hombro y le indicó con el índice su mesa al fondo del salón: La mesa quince; despachada en la oscuridad total de la sala, junto a las bellas caléndulas, qué, sin dudas, no imaginó tan descuidadas cuando las pensó. Su único alimento eran los maníes del tarrito que le trajo la señora del capataz. Quién, siquiera mirándole a los ojos, asimiló su instancia cuán la de un perro triste y despachado, en aquella penumbra del salón de los mediocres.

Ahora, solo faltándole en el cuello una correa, notó Sáez cuan húmedas estaban sus axilas cuando palpó su camisa; cuya tela blanca estaba empapada de transpiración. Y sus pies, recubiertos por pétalos naranjas que se desprendían de la esqueja de una de las flores del macetero. Sáez, sobó las mangas arremangadas con sus dedos y estrujó la tapeta de la camisa contra el inmenso ventanal de la sala (el que estaba dispuesto solo para las caléndulas), intentando ventilar de a poquito el mal olor. Y eso que, el ventilador de techo en el centro del salón, no alcanzaba para refrigerar a todos los invitados de la fiesta. A lo sumo a los primeros treinta que recién habían llegado, quienes apenas padecían el calor en las primeras mesas. Además de que el ventanal, entreabierto, a tan solo unos metritos de la mesa quince, si quiera dejaba pasar la brisa para las otras mesas despachadas.

Otrora al calor, también atestaba la sala el vozarrón de la señora Bach y su risa del infierno, la que sin dudas ahondaba en los tugurios y recovecos de la residencia; desde su lujoso lugar en la primera mesa, donde la iluminación no es problema y la comida solo alcanza para satisfacer el hambre de algunos presentes. Pero la voz de los primordiales era inaudible donde Sáez; dejándolo al maquinista sin más remedio que entretenerse con la caída de los pétalos naranjas.

Pasada la recepción comenzaron a llegar invitados a la mesa quince, cada uno de los cuáles contrastaban los atavíos con su apariencia. Uno de ellos penetraba con su mirada al maquinista, quien ya estaba cansado de camuflar sus aparejos de incomodidad frente a los otros invitados oportunistas.

—Qué miras —enfrentó—: ¿Acaso tengo algo en la cara?

El otro le confiscó la amenaza, la volvió preocupante para los dos.

—Todo lo contrario, no hay algo en su cara —contestó, pálido—, es su cara el problema.

Los ojos de Sáez se turbaron de ansiedad; retrajo sus hombros para atrás, en posición de bicho bolita. Pensando en su cabeza alguna respuesta igual de doliente.

—¿Quién es usted? —urgió el maquinista.

—Nadie importante —dijo y se mandó un puñado de maníes a la boca. Luego siguió—: Soy cómo vos… una insignificante personita. También como ellos creen que soy… un perro, un cuerpo que opaca la decoración de su living.

El hombre, todavía pálido, perfiló su cuerpo hacía las primeras mesas, donde con su rostro demostró su punto. Y es que sí, del barullo se discernía la voz del capataz y los graves insultos que escupían los invitados de la primera mesa. Sáez en su estupor, permaneció sentado e indignado por aquellas palabras malsonantes que penetraban su oído como navajas filosas; dirigidas, obviamente, a personas como él.

—¿Ves a lo que voy? —siguió el macilento con angustia—: Perros somos…, perros.

Pasada la hora el decrépito hombre de la mesa quince, aquel pálido y mísero hombre, acudió a las mesas de gran fausto para servirse de las mejores piezas de pollo al espiedo. El pobre tipo terminó por ser el único de la mesa quince que acometió a sincerar su posición contra los invitados opulentos, y padeció del hambre voraz cuando se percató que la sirvienta había retirado la olla minutos antes. Hará la media hora que su estómago se saciaba solo con cascaras de maní. Él hombre pálido, quien se apellidaba Rossi, saltó al estribo demandando hospitalidad. Pero los jeques de la mesa primera no escuchaban ni cedían, solo reían. Rossi, en tanto hambriento; sentía aún más dolor en las entrañas por la bronca. Pero, Sáez, quién más sensato, le hizo entender en pocas palabras que: “Es preferible comer todos los días”, recordándole que ponían en juego su trabajo en la fábrica.

Tras que bajaron un cambio, Sáez volvió a su asiento y le preguntó al tipo cuál era su cargo en la fábrica de laminados. Y sí; se trataba de un plastiquero de dos turnos, apenas pasante, que supervisaba la producción de vidrios templados. Cuando se sentó Rossi, con toda la bronca del mundo, golpeó la mesa a puño cerrado:

—Cuanto tiempo antes de que nos salgan colas… —refregó caliente y pendenciero—; nos hacen usar estos collares de cinta en nuestros cuellos: ¡Con nuestros nombres!

El desvariado sacudió la cinta cortando la chapa laminada; qué, de hecho, desvelaba una impresión grabada con su apellido; Rossi, con la estampa más degradante que pudieron encontrar los supervisores, faltando tan solo una forma de hueso en las chapas del collar para alcanzar el punto culmine de humillación.

Sáez se volvió contra el ventanal, asegurando que la mejor salida posible era guarecer del barullo sin más. Y allí, por el otro lado de la mesa, la respuesta era un tanto menos discreta y mucho más salvaje e instintiva.

De los oídos sordos, las caléndulas socavaban la oscuridad de la mesa quince, haciendo del –socaire- de los ricos a los desterrados un pasillo muy bonito y estiloso. Pero un tanto de oscuridad sufragaba la angustiosa esquina de los miserables; Rossi, quién de alguna forma convenció a los de la mesa quince de levantarse a reprender, consideraba menester recordar la posición en la que habían sido colocados. En cuanto, Sáez, consideraba esa suposición muy aberrante:

—Te volverías uno más ellos —exclamó el maquinista.

—¿De qué lado estas? —agredió—; ¿Entendés lo que significas para ellos?; ¡Nada!, ¡No significas nada!

—¿Y por eso vas a condenarlos?

—Voy a hacer justicia, Sáez. A devolverles lo que se merecen.

El maquinista sometió nuevamente ante la angustia. Esta vez retirándose de la mesa; puesto que las cuchillas eran cada vez más filosas. Rumbo a los largos pasillos de la residencia de los Bach buscó, aunque sea un baño para desquitarse con el espejo. Así entendió; y con los ojos lo hizo, el punto de Rossi: “El problema está en tu rostro”, le había dicho el mezquino. Y quizás tenía razón; los hombres no tienen pelaje, ni ceden ante la rabia, las orejas no son puntiagudas, ni los caninos tan filosos. «Los ojos no mienten», entendió, mientras se veía en el espejo.

Tras un chorro de agua fresca en su rostro, un rato consigo mismo y su reflejo, y una idea inconclusa en su cabeza, surcó nuevamente la sala, rumbo a su asiento. Vio con otros ojos la mesa principal. Vio a los hombres alcohólicos y corpulentos que tanto lo atosigaban pisando los pétalos naranjas; machacándolos con los mocasines color negro azabache. También los vio reírse mientras masticaban con la boca abierta el pollo, y pensó por un momento, intentando profundizar, si ellos eran los salvajes; o sí tan solo era él en su cabeza el que sucumbía ante tamaño instinto bestial.

Sáez llegó a las ocho en punto y aguantó hasta las diez, cuando el tono grisáceo de la velada culminó con un naranja pálido. Lo último que pudo verse en aquella residencia, y por último me refiero a único en verdad, fue como se devastaba con total agresividad la mesa uno. Ya no había luz, sino una equidad oscura. Tampoco calor, puesto que la adrenalina disparó la temperatura. Comenzó con un abrir de ojos, un final que terminó con el cierre de algunos otros cuantos.

Una chapa con un apellido junto al ventanal.

Unas flores despedazadas junto a la salida.

Un instinto animal que degolló al capataz y a la señora Bach.

Cuatro patas que escaparon por el jardín y se perdieron en la ligustrina.

Pero la mesa quince permaneció intacta. Y en la oscuridad de aquel rincón, se encontraba sentada la figura de un hombre en soledad, disfrutando del buen pollo al espiedo. Quizás, un tanto más lejos del desencuentro que los otros presentes. Puesto que su sombra la aguantaba, y esa cola larga en su reflejo, también. Y de las caléndulas, ni hablar…

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS