De lo mágico y lo cotidiano

De lo mágico y lo cotidiano

Aran Blanche

15/12/2020

Hace un año exactamente, me trasladé a un coqueto apartamento del centro de Gijón. La calle, bastante ruidosa, es una de las principales avenidas de la ciudad, donde el rugido matinal de los motores eclipsaría hasta al más estridente de los gallos. Afortunadamente, mi habitación da a un patio interior que, a su lado, bien podría pasar por un monasterio de monjes benedictinos.

Sin embargo, trabajo desde casa, así que mi improvisado escritorio se encuentra junto a uno de los balcones del salón donde la luz natural es más generosa. Claro está que el trajín de los coches no supone la mejor banda sonora para concentrarse en la escritura, pero una termina por acostumbrarse. De hecho, resulta curiosa la manera en que el oído descompone los sonidos para ofrecernos una perfecta imagen de lo que acontece en la calle, sin necesidad de mirar tras la ventana.

De este modo, y con el transcurso de los días, pude poner voz a los diversos personajes de esta película cuyo éxito radica en la magia de la cotidianidad.

Los transportistas que abastecen al supermercado de la acera de enfrente, y que invaden la calle con sus comentarios jocosos, no exentos de cierta picaresca; la señora que se sienta a pedir limosna a la puerta, y que saluda a cada viandante con semejante monotonía que resulta difícil no pensar que se trata de una grabación en bucle; o el cartero que reparte el correo y los buenos días en cada uno de los portales, absorto en una sinfonía de timbres que siempre mantienen alerta a mi compañero perruno.

Pero por encima de todos ellos se encuentra Mari, dueña de una frutería tan pequeña como encantadora que, según parece, es uno de los locales más frecuentados por los vecinos del barrio. Cuando los coches dan tregua, apaciguados por los semáforos, puedo escuchar el ir y venir de conversaciones dirigidas por la aguda voz de la comerciante.

No obstante, con el paso del tiempo y a raíz de mis visitas a la tienda, comprendí el motivo de su popularidad. Y es que Mari, lloviera o granizase, tuviera un catarro o el brazo en cabestrillo, siempre abría su negocio con la mejor de las sonrisas y una eterna vitalidad que parecía contagiar a todos sus clientes. No solo eso, también mostraba una bondad infinita que pude comprobar a propósito de una de esas conversaciones que alcanzaron mi ventana.

Resulta que frente al comercio hay un geriátrico, y en una de las habitaciones cuya ventana da a la calle, reside un señor que parece guardar una estrecha relación con la susodicha. Las voces llamaron mi atención una mañana cuando, asomado a su ventana, el anciano se encontraba dictando la lista de la compra que Mari le llevaría amablemente. Kiwis, plátanos, yogures… He de reconocer que aquel diálogo me resultó cómico, pero no desde la burla, sino desde lo entrañable.

El zumbido de los coches actuaba como una pausa publicitaria, pero aquella mujer esperaba pacientemente a la entrada de su tienda, hasta completar el pedido del buen hombre. Pedido que se volvió recurrente con la llegada del confinamiento a nuestras vidas, y que demostró con creces, el gran corazón que cada día transita a escasos metros de mi balcón.

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