Los recursos retóricos no me bastan, tanta agudeza textual es indiferente porque si no sale de la entraña, me quedo vacía. Tampoco la teoría de la relatividad, que es algo que satisface mi yo científico, me va a servir de nada en la vida real. No me vale que el observador modifique el experimento, si me pincho, a mí me duele igual. Tal vez desaparezca el temor cuando esté del otro lado, pero eso no lo puedo saber hasta que atraviese el umbral.

    Por ahora, el temor está en todas partes. 

    Está y estaba desde el principio, ahora que lo pienso.

    Estaba en el muñequito de latón con flequillo Tintín que gateaba cuando mi madre le daba cuerda y yo me encaramaba tiritando al taburete de la cocina. Estaba en los ojos de mi gata cuando despertó de la anestesia después de que la extirpáramos un rosario de tumores y me miraba como un niño, interrogándome sin entender nada. Y se está extendiendo ahora por la casa, alcanzándome a mí y supongo que también a mi madre, solo que mi madre sabe disimular muy bien. Mi madre es mujer de poca teoría y mucho silencio y gracias a eso puedo escuchar, cuando me muevo, el cascabel de mi gata escondido en alguna rendija del sofá.

    Ella llegó dentro de una caja perforada con la aguja de tricotar de mi madre. Bufaba y arañaba el cartón decorado con un gran gato negro. Finalmente destrozó la caja y asomó la cabeza un ser que ignoraba que tenía nombre, su primer nombre, “animal peligroso”. Animal peligroso eran las dos palabras escritas con la letra de colegio de monjas de mi tía en un cartel colgado de la puerta del baño. “Animal peligroso” viajó en coche a mi lado. En cuanto pudo escapar, se agazapó bajo una silla y allí permaneció las mismas horas que yo pasé escondida detrás del sofá. Fue la primera vez que estuve cerca de un animal salvaje, la primera vez cerca de un ser sin domesticar. Mucho después, “animal peligroso” sería bautizado con otro nombre, el de mi mejor amiga.

    El primer dinero que gané fue dando clases de inglés a Vicenta, Vicenta-persona. Vicenta-gata esperaba a Vicenta-persona en la puerta y la seguía dócil por el pasillo hasta que se encaramaba a su regazo mientras ella repasaba el presente continuo y pronunciaba con la perfección de una reina que yo le exigía. Conseguí que los dictados de Vicenta-persona, plagados de notas en rojo, pasaran a contener las faltas justas para aprobar y mi primera alumna, que era también mi primera amiga, dejó de asistir a las clases. Vicenta-gata no pareció echarla de menos. No me dejó saber nunca los criterios que regían su selección de amigos, amigos a los que obedecía con un comportamiento circense totalmente impropio de su condición de “animal peligroso”.

    La primera vez que vi un pene de adulto, estaba adherido a un tronco endurecido por formol, un tronco al que le habían cortado la cabeza. El bulto cubierto de plástico estaba junto a otros bultos más pequeños sobre la mesa de mármol de la sala de disección. Al desenvolverlo fue lo primero que miré, arrugado, inerte, más escueto de lo que había imaginado yo que sería un pene de adulto. Por entonces Vicenta-gata pasaba sus mañanas recorriendo los patios del vecindario en busca de otros ejemplares de su especie, pero regresaba cubierta de polvo y con el hocico arañado. Sus amores nunca fueron fáciles y mi madre la esperaba con los brazos en jarras para lavarla en la bañera mientras ella bufaba tratando de eliminar el jabón a lametazos de asco.

    La primera vez que supe del dolor visceral, me habían practicado una biopsia hepática y todo mi ser se vio envuelto en puñales penetrando mi abdomen, el tórax, la cara y las piernas y todo ese cuerpo era yo, pero un yo hecho temblores descontrolados, a pesar de los ejercicios de disociación de mi libro de Psicología que me empeñaba en aplicar sin éxito. Asombrosamente, aún poseía un resquicio de conciencia para percibir a una mujer consultando el móvil en el pasillo, una mujer que no levantó la vista ni un momento. Llegué a casa dolorida y Vicenta-gata bostezó acurrucada en una rosca sobre mi falda, después de haberse afilado las uñas en el cojín. Me miraba y yo recordaba sus ojos de niño cuando la extirpamos el rosario de tumores de mama.

    Con el tratamiento empecé a vomitar mucho y más cuando olía la cera de depilar de mi madre. En eso era idéntica a mi gata, que huía del cuarto de baño expulsando bolas de pelos y trozos de hojas de geranio. Aún así, seguí estudiando y mi madre tejía un jersey a mi lado y “animal peligroso”, ya para siempre Vicenta-gata, aplastaba sus patas contra el tórax encima de la mesa. A la vez que yo releía las líneas celulares de la sangre, ella, aparentemente adormilada, lanzaba la zarpa cuando pasaba la hoja y yo tenía que quitársela con cuidado. Sus uñas trazaban surcos que al menor descuido se convertían en tiras ilegibles y yo tenía que leerme más de cuatro veces la clasificación de las leucemias para poder memorizarlas.

    La primera vez que vi un muerto entero, fue en un tratado de Tanatología, una fotografía en blanco y negro de un ahorcado. El cráneo conservaba aún los ojos y la ropa estaba hecha trizas dejando ver las costillas. Solo ayer he tenido que ver a Vicenta-gata convertida en un pellejo. Murió durante la noche y la hemos tirado, mi madre y yo, a escondidas, al cubo de la basura, el de los restos orgánicos. He vuelto llorando para repasarme el último examen de la carrera. Solo que ya no aguanto sentada y apoyo los apuntes sobre los trastornos de personalidad y la catatonia en el regazo, sobre el sofá donde se esconde su cascabel y arriba se escucha al labrador que la perseguía cada vez que salía al patio. Mi gata debe estar tranquila. Los gatos son los dioses de la calma y el silencio. Y no pertenecen a nadie. Mi gata era así, una diosa que me ob ligaba a mirar de nuevo y repensar las cosas del otro lado, sin miedo, quizá con indiferencia. Con demasiada indiferencia.

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