Pablo y yo fuimos dos adolescentes muy animados a ofrecer serenatas. Un día de esos tantos. llevar serenata se nos ocurrió a unas bellas primas que en Altagracia de Orituco vivían, un pueblo que nos vio crecer a los dos. Tres canciones ensayamos durante todo el día. Pablo cantaba y tocaba el cuatro con gran entusiasmo y alegría. Las maracas las tocaba yo, pero de ritmo no entendía. Al primo no le gustaba que las maracas las tocara yo, por el mal sonido que le imprimía.

—Deja esas maracas, —el primo decía. —No toque esos instrumentos porque desafinas, la letra y música de mis canciones son de mi propia inspiración y si durante la serenata se escuchan las maracas con ese horrible son, las puertas y ventanas nos la cierran de un tirón.

Llegó la media noche y por la puerta del garaje salimos para evitar despertar a familiares y vecinos, pero también para ingresar al vehículo, que a la gran serenata de la noche nos llevaría. Era un jeep sin capota, que respirar aire fresco nos permitía en aquella noche que tanto calor hacía, no sé si por clima o por el miedo, que en ambos había. Pablo se puso al frente del volante y yo de copiloto hacía. En silencio partimos con dirección, que ya el  primo conocía. 

Llegamos al lugar bajo una noche clara de inquietos luceros, calles solitarias y un silencio verdadero, que brindaba el mejor momento para entonar una canción al pie de la ventana bajo aquel bello cielo.

Pablo bajó del auto todo emocionado, tomó su cuatro, afinó sus cuerdas y su voz. Con sumo cuidado abrimos la reja del jardín de la casa y nos acercamos a la ventana de la habitación donde las primas dormían. El cantor del llano, su melodioso canto entonó y al ritmo del cuatro en todo el vecindario su voz se escuchó. Las maracas guardaron silencio, porqué aquella  noche de encanto arruinaría.

Terminada la primera canción, sin más preámbulo y con mayor inspiración, el primo Pablo inició el siguiente canto. Las notas musicales brotaron como manantial de aquella fina voz, pero de repente en medio de la noche un grito se escuchó. —Estos grandes carajos no dejan dormir con esa serenata y yo tengo que salir de madrugada a ordeñar las vacas, —dijo una enfurecida voz. En ese instante un ruido de machete se escuchó. Ante aquel amenazante sonido que hasta las ánimas asustó, sin tiempo que perder, un solo brinco dimos los dos. Pablo en la carrera sobre el instrumento cayó y en varios pedazos lo rompió. De prisa nos montamos en el auto y de forma veloz, sin mirar la cara del espanto a dormir nos fuimos los dos. Al siguiente día nos enteramos, que el padre de las chicas con mucha gracia se reía, porque con el ruido del machete un gran susto nos dio.

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