Al comenzar la secundaria, Javier Ros Molinero y yo no teníamos más parecido que el nombre de pila. Pero un día me acompañó a casa después de clase y se quedó a merendar. A mi madre le hizo gracia que los dos nos llamásemos igual y nos empezó a decir que parecíamos mellizos, tan guapos, tan buenos chicos los dos. Mi amigo se lo tomó en serio, porque empezó a vestirse con jerséis de pico de las rebajas del mercadillo, a peinarse hacia atrás como el padre que me miraba todos los días desde la foto del comedor y al que yo había comenzado a imitar una semana antes. Su madre, Doña Magdalena Molinero, le reprendió como ella sabía hacerlo, diciéndole que ellos tenían un nombre, que su padre había aspirado a una carrera política prometedora, frustrada nada más que por el capricho de los votantes tornadizos. Así lo afirmaba en medio de dos suspiros cada vez que Javier me llevaba a merendar a su casa, para corresponder a los mimos y arrumacos que él obtenía de mi madre y que yo nunca conseguía de la suya.

Su manía fue todo menos pasajera. Al enamorarme de la poesía en bachillerato, él dormía con Góngora y se levantaba con Quevedo. Se desveló mi miopía y él también se compró unas gafas de pera, aún más horribles que las mías. Aunque al principio me hizo gracia el entusiasmo que ponía Javier Ros en seguirme, conforme crecíamos aquella historia me iba resultado cargante y empecé a herirle en público con ironías que él parecía entender como homenajes, porque insistía aún más en su empeño. El culmen llegó cuando intentó estudiar lo mismo que yo en la universidad y ahí decidí que todo iba a cambiar. Le engañé para que creyese hasta el último momento que yo iba a matricularme en Derecho (¡yo, Derecho!), en lugar de en filología hispánica. Los dos estaríamos en el mismo campus, aunque al menos no compartiríamos ni edificio ni cafetería.

La distancia no fue obstáculo para que, alguna vez que otra, se dejara caer por mi casa, pero yo tenía muchas novelas que leer, demasiados textos con estructuras crípticas que analizar y, en realidad, se pasaba la tarde charlando con mi madre. Al despedirse, Javier le daba un beso en la mejilla que ella le devolvía de forma ruidosa y repetida, pidiéndole que volviese, que volviese pronto, porque mi Javier no habla con su madre, no hace más que leer novelotas y libros que nadie entiende.

–Como los míos, señora de Fraile – le sonreía él.

–No es igual, no es igual – sentenciaba ella.

Sus visitas se fueron espaciando (Derecho es más duro de lo que parece, señora de Fraile, sí, hijo, sí, no hay más que verte las ojeras), así que nuestro lazo se fue aflojando, para mi alivio y tranquilidad. Por fin, el último año de la carrera, en una coincidencia fortuita en la mejor cafetería del campus –la de ciencias políticas–, yo con una perilla becqueriana y él con un bigote profuso y desparramado que remataba con una chivilla, me farfulló, tras un rodeo agotador, si realmente había pretendido estudiar leyes alguna vez. Con el aplomo del que ha leído todo Joyce en versión traducida, le contesté que siempre, hasta el último segundo antes de rellenar la matrícula en la última hora del último día del plazo, pero que, justo en ese instante, descubrí que me gustaban las palabras no para guiar los actos de los hombres, sino por sí mismas, porque definen la base de la realidad.

–Si no hay palabras, no hay nada –y me tomé de un solo golpe el café ardiente sin que se me saltaran las lágrimas.

Él, más comedido, dio un sorbo y dejó la taza sobre la barra.

–Las palabras son un medio, deben servir para algo. Por ejemplo, para fijar las leyes –sonrió.

–La vida práctica te ha ganado, Javier Ros – le contesté–. La carrera de Derecho te ha causado efecto.

–Y a ti, mi querido Javier Fraile, la filología te ha perdido.

Encajé la ironía y le palmeé el hombro satisfecho: era la primera vez desde que nos conocíamos que se distanciaba de mí. Con todo y muy a mi pesar, su seguridad de lector asiduo del Código Penal se parecía demasiado a mi aplomo, forjado por noches de lectura del gran irlandés y que yo pensaba que era único e imposible de conseguir por otros medios que no fueran la vigilia, la odisea de un día de callejeo o el aprendizaje de adolescentes que se desean a sí mismos como si fueran artistas.

Después de aquello, dejé de verlo por mucho tiempo. Recién egresado como filólogo, me presenté a una plaza de lector de español en la Universidad de Essex. Tuve mala suerte y me contrataron. Allá me fui, hacia los antiguos pantanos de la desembocadura del Támesis y que fueron para mí el corazón mismo de las tinieblas. Fue un curso lamentable. Impartí unas clases inútiles e invertebradas sobre las cuales no tenía ningún control, con una tendencia pertinaz al malentendido lingüístico. Aunque conforme avanzó el curso fui ganando pericia, yo sabía lo que iba a pasar cuando se decidieran las renovaciones de los lectores. El director del departamento de español me convocó para comunicarme, en tono amistoso, que para mí sería bastante mejor buscar otras oportunidades, por ejemplo, regresar a España y escribir mi tesis. Se lo había comentado el par de ocasiones que habíamos coincidido en el lunch: que yo quería hacer una tesis sobre el cuento en España, en concreto sobre Marcelo Panadero y el cuento español de posguerra. A él no le interesaba mucho el género corto, pero, desde luego, era un tema para investigar en España, porque los temas hay que conocerlos en su contexto, Javier, vuelva, vuelva al contexto de la investigación que desea llevar a cabo.

Como aún era joven y nunca me habían echado de un trabajo con tanto estilo, le hice caso y regresé. En mi antigua facultad encontré a un profesor dispuesto a dirigirme la tesis. No le gustaba especialmente el tema del cuento (son todos muy cortos, ¿no?) ni tampoco el periodo (muy gris, ¿no crees?) pero a ambos nos podría venir bien profundizar en el tema (imagino que no habrá mucho sobre la cuestión). Me matriculé, seguí cursos surtidos y pasé más tiempo del deseable en archivos poblados de ácaros que guardaban primeras ediciones, borradores de textos ilegibles o entrevistas que hacían mención del cuento de posguerra en general y de Marcelo Panadero en particular.

Para mi sorpresa, el principal resultado de aquella búsqueda fue que tampoco eran tantos los documentos que lo mencionaban, porque murió joven, en 1945, sin que hubiera hecho gran cosa. Ni siquiera estaba claro si participó o no en la guerra civil: unos lo situaban durante el conflicto en los alrededores de Madrid bajo nombre falso y otros, oculto, en un pueblo de Zamora próximo a la frontera. Por mi parte, no encontré pruebas ni de lo uno ni de lo otro. Ninguno de sus textos tenía contenido político y, posiblemente, por eso la época lo dejó pasar después de un reconocimiento limitado y pasajero de sus coetáneos. Además, su obra publicada se limitaba a dos libros de cuentos que no sumaban doscientas páginas y, aunque Marcelo Panadero practicaba una polisemia atractiva y casi posmoderna, todo texto tiene un número finito de interpretaciones, por mucho que digan lo contrario quienes viven de publicar en revistas académicas.

Gracias al escaso material disponible, a la tranquilidad de mi franciscana habitación en un piso compartido y a mi dedicación vocacional en las horas que me dejaba libre la academia donde corregía a una díscola chavalería, en mi tercer año de tesis ya contaba con un borrador casi completo, al cual llamaba, de forma cariñosa, el tocho. Con todo, mi director insistía en que a mi tesis le faltaba contexto y eso no había más remedio que resolverlo, porque la literatura emana de un ser humano y cada autor bebe de su entorno más inmediato, eso, eso, Javier, es el contexto, una familia que siempre guarda rencores, pero también recuerdos a la espera de un jovencito que ansíe alumbrar todo el conocimiento disponible sobre ese autor que le hizo entender qué es una epifanía, que ya no sé cómo decírtelo, Javier, hijo, tienes que indagar y averiguar qué ha pasado con su familia y de eso no te libra ni el espíritu de Chéjov. Así que no vuelvas a verme hasta que tengas material que te dé la familia.

Sabía que Marcelo Panadero había tenido una hija, Magdalena, pero más allá de eso no había huroneado. Tiré de ese hilo y me asombró lo fácil que fue encontrar el rastro de Magdalena Panadero, estudiante universitaria infructuosa, madre de otra Magdalena –apellidada Molinero, gracias a un matrimonio feliz de su madre–, la cual tuvo un solo hijo, Javier Ros Molinero, que tenía mi misma edad, había nacido en la misma ciudad que yo, había estudiado conmigo en el instituto y me había imitado hasta que yo le había dado esquinazo con malas artes. Debía, pues, volver a introducir en mi vida a mi antiguo aprendiz de Sosias.

No fue difícil volver a localizar a Javier Ros. Sobre todo, porque había seguido visitando a mi madre a mis espaldas, como ella misma me confesó cuando le dije que tenía que encontrarle. Ella me contó que, tras terminar Derecho y seguir estudiando con vocación monacal, había opositado a juez sin resultado, pero a fiscal con gran éxito; tanto que, a pesar de su juventud, ya disfrutaba de una plaza en propiedad en nuestra misma ciudad. Era una figura de la vida local sin que yo me hubiera dado cuenta, pues mi tesis me había tenido alejado de todo aquello que no estuviese relacionado con la literatura breve española de mediados del siglo XX. Mi madre me pasó el teléfono del juzgado que Javier Ros le había dado por si algún día necesitaba algo, aunque a lo mejor yo prefería esperar a que él apareciese por allí, no había mes que no trajese unos dulces, unas flores, un poco de conversación. Preferí llamar a su secretaria para que nuestro reencuentro fuese en terreno neutral y ella pospuso nuestra cita hasta en cuatro ocasiones. Me lo tomé como un pequeño y hasta justo desquite por mi silencio de años y también él pareció considerarlo un castigo proporcionado, porque el día que por fin me recibió estuvo amable y hasta dicharachero. Por supuesto, no saqué el tema de su bisabuelo aquel primer día, porque él tenía poco tiempo y nos estábamos viendo en su despacho oficial. Lo hice en la siguiente cita, cuando, gracias a la generosidad de mi madre, usé parte de mi futura herencia para invitarle a comer. Después del café y con el ambiente distendido le pedí ayuda para mejorar y profundizar mi tesis.

–No sé, tendría que mirar entre todo el desorden de nuestra casa del pueblo.

–¿En Zamora?

–Bueno, ya veo que has estudiado a fondo la vida de mi bisabuelo.

–Y, tal vez, tu madre pueda contarme alguna historia familiar de su abuelo.

–Ella falleció cuando estabas en Essex. Se lo dije a tu madre para que lo supieras.

Recordé vagamente una conversación con mi madre durante mis primeros meses allí y un deseo frágil de llamar por teléfono a Javier para darle el pésame; incluso un alivio inconsciente cuando olvidé hacerlo con el paso de los días. Le pedí disculpas como mejor supe improvisar y él solo contestó cuánto le había ayudado mi madre a sobrellevarlo.

–Es una gran mujer –dijo él; o yo, no lo recuerdo bien.

Quedamos en vernos, pero transcurrido un mes sin recibir noticias suyas volví a intentar hablar con él. Su secretaria me dijo que le daría el recado, pero que estaba muy ocupado. Tuvieron que pasar unos cuantos meses y varios ataques de desesperación por mi parte para que él terminase apareciendo, sin previo aviso, en la puerta de mi academia, con una bolsa de deporte y una sonrisa de felicidad completa. Allí había un inédito de un tercer libro de cuentos de Marcelo Panadero, fechado en el mes de su muerte. Un libro breve, seguramente un borrador incompleto, de unas sesenta páginas, donde su polisemia se simplificaba, en el mejor de los casos, a una ambigüedad medida; pero era un libro inédito. ¡Inédito! Además, había algunos documentos familiares que arrojaban luz sobre su infancia y su primera juventud; nada que fuera relevante para interpretar su obra, pero todo nuevo. Lo abracé no sé cuántas veces, me aturullé muchas más, dándole las gracias por la felicidad anticipada de poder cerrar una tesis que no iba a ser mover huesos de un cementerio a otro, sino que iba a incluir una novedad fundamental que daría para varios buenos artículos y la edición futura anotada de un libro de mi autor de cabecera. Mi director de tesis se entusiasmó tanto como yo y me puso a rehacer todo el trabajo realizado.

El proceso duró unos cuantos años más y agoté todos los plazos administrativos; pero el día de la lectura llegó. La presentación fue un paseo militar, todo alabanzas y parabienes, incluyendo un par de halagos de Rocío Gayte, la gran especialista de ese periodo y presidenta del tribunal de tesis. Javier Ros no pudo asistir, pero agradecí de palabra y por escrito su ayuda fundamental para llevar a buen puerto aquella investigación. Las felicitaciones se extendieron a la comida posterior, junto con sugerencias para la futura edición anotada y comentada del libro inédito.

Después, fui a visitar a mi madre con unos pasteles de crema para celebrarlo juntos. Ella no había querido ir a la lectura de la tesis para no ponerme nervioso y porque decía que se iba a sentir fuera de lugar entre toda aquella gente tan culta. Al amor de la vieja mesa camilla, estuvimos charlando hasta tarde, como hacía mucho tiempo que no hablábamos. Incluso dijo algo sobre lo feliz y orgulloso que habría estado mi padre.

Al día siguiente, todo se precipitó. Mi director de tesis me llamó temprano al móvil para decirme que Rocío Gayte le había hablado en confianza esa noche para decirle que no lo podía asegurar, pero que, dada la amistad que los unía, no tenía más remedio que decirle que el inédito era muy pobre y que había cosas que le resultaban incongruentes, que el lenguaje de los diálogos –que fueron siempre el fuerte de Panadero– era demasiado plano, incluso para un borrador que el autor pensase corregir. No puedo negar que sudaba y que el teléfono se me escurría de la mano y de la oreja. Saqué el original que en su día me suministró Javier Ros y el papel parecía viejo y las letras estaban impresas con la fuerza de una máquina antigua. Era real, no me cabía la menor duda. Colgó sin despedirse para volver a llamar no mucho más tarde. A modo de saludo, me dirigió varios insultos floridos, totalmente deslucidos por los gritos. Eso duró un buen rato, que yo aguanté alejando el móvil poco a poco, hasta que me lo tuve que acercar porque empezó a farfullar y me pareció entenderle que la culpa era de él por ser tan ingenuo, que yo no era más que otro estudiante con ansias de gloria y sin paciencia para trabajar, que Javier Ros le había dicho que él no tenía ningún material de su bisabuelo, que todo se fue perdiendo en las mudanzas, que no tenía una casa en ningún pueblo de Zamora, que yo siempre había tenido una relación complicada con él, que yo hasta le había estado copiando la manera de vestir en el bachillerato y que hasta le había presionado para que estudiase filología –que no le atraía en absoluto– y tuvo que esperar hasta el último día del plazo para matricularse en Derecho y que yo no lo persiguiese también en el estudio de las leyes.

Resolló un par de minutos hasta que fue capaz de seguir con su propia voz:

–Si dejas todo como está, nadie se enterará de nada, pero como intentes publicar una sola línea de la tesis yo contaré todo esto.

– …

–Quédate con tu título de doctor y sigue en tu academia o donde te dé la gana, pero no te acerques a mí ni a la universidad nunca más.

Se me cayó el móvil al suelo y luego yo me caí sobre la cama y la cama sobre el suelo, lo cual me costó otra parte de mi futura herencia. Estuve meses sin salir nada más que para dar mis horas de análisis morfosintáctico a los adolescentes granulentos y distraídos de la academia. No me atreví a hacer ningún trámite administrativo para obtener mi título de doctor. Revendí en librerías de viejo todos los libros que había acumulado durante la realización de la tesis. No intenté contactar con Javier Ros, porque quién era yo frente a todo un fiscal, joven prohombre local y con prometedora carrera pública. Si, por casualidad, veía un artículo suyo en la sección de opinión de algún periódico regional, pasaba la página y me dedicaba a elucubrar sobre la intrincada estructura de una oración subordinada que pudiera ser un buen ejercicio para mis alumnos.

Al principio, imaginé que lo más difícil iba a ser pensar algún tipo de explicación para mis amigos de la academia o para mi madre, pero me amparé en los largos tiempos de las revistas de investigación y todos los compañeros del trabajo acabaron encontrando algo mejor y se fueron lejos, mientras que mi madre no encontró nada mejor pero también se fue en menos de dos años.

Por supuesto, Javier Ros acudió a la misa de cuerpo presente sin que yo le hubiera llamado. Nos sentamos juntos, en primera fila, seguimos la misa como correspondía y nos dimos mutuamente la paz cuando el rito lo exigió.

Al terminar la misa, el representante del seguro de decesos me dijo que los trabajadores de la funeraria tardarían unos momentos en entrar. Así, yo tendría un rato para recibir el pésame de familiares y amigos, porque, créame, es mejor aquí que en el frío del cementerio, después de escuchar el golpe de la tierra sobre la madera pagada mes a mes por su madre con la paciencia del pobre. Esta conversación fue aprovechada por Javier Ros para dirigirse a la salida de la iglesia e ir despidiendo a todos los asistentes uno por uno. Debí de tardar una eternidad en recorrer el camino desde el altar hasta el frontispicio del templo, porque fui el último en llegar hasta él para escuchar a la mejor versión de mí mismo que he visto nunca agradecerme que hubiera asistido al funeral de mi propia madre: impoluto el loden, de un azul marino casi negro, peinado hacia atrás, el pelo con ondas que no brillaban bajo la escasa luz de la tarde. A mi madre la habría emocionado hasta llegar a las lágrimas.

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