Juguetes y justicia

Según mi madre, el padre de Diego llevaba en el paro más de dos años, desde que cerraron los Almacenes Modernos. Había trabajado allí un par de décadas desde que su familia vio venir que la fábrica de gaseosas del pueblo no iba a tener futuro y tuvo que hacer llamadas humildes a parientes lejanos que vivían en la ciudad. Acabó de supervisor de la segunda planta de los Almacenes, en un puesto en el que decía estar muy bien considerado por su amor al detalle.

Por mi parte, yo solo había ido notando arrugas nuevas en su cara y que, cuando iba a jugar a casa de Diego, su padre estaba casi todo el tiempo sentado en un sillón de orejas barroco y verde. Seguramente, si no me di cuenta de más fue porque mi amigo nunca dejó de disfrutar de la infinidad de juguetes nuevos que invadían la televisión en los meses previos a la Navidad. Mi madre defendía que la explicación era muy sencilla: la familia del padre de Diego poseía más de la mitad del término de su pueblo y, al haber sido hijo único, forzosamente todo aquello tenía que ser suyo. Era cierto que la vieja fábrica de gaseosas había languidecido durante años; ni siquiera la idea de vender garrafas de arroba de agua de manantial sin etiqueta pudo sacar a flote la empresa; pero el que tuvo, retuvo.

—Aquellas tierras no valen nada ahora —le contestaba mi padre sin ganas cuando salía el tema.

—Lo que no vale es no tenerlas —respondía mi madre.

Ella siempre daba fin a esta conversación recurrente con esa misma frase, menos un día que, en lugar de cerrar la discusión dirigiéndose a mi padre, se volvió hacia mí para decirme:

—Pedro, tú arrímate a ese chico que algo caerá, que su madre bien que presume en cuanto puede de todo lo que le compra a su niño.

Sería inútil hacer una enumeración de los juguetes que pasaron por sus manos, porque la inventiva empresarial no tiene límite y la generosidad de sus padres tampoco parecía tenerlo. Eso sí, a la par que Diego alcanzaba cotas de felicidad propietaria que me enseñaron los variados matices de la envidia, también se fue volviendo más generoso y desprendido a instancias de sus padres. No se resistió a compartir aquellas maravillas con el grupito de los más allegados, en especial conmigo; le costó algo más hacerlo con el resto de los chavales del barrio, pero pronto se dio cuenta de que no solo se convertía en el chico con más amigos, sino también en el más respetado por todos. Comenzamos a acudir a él cuando teníamos alguna disputa. Nos escuchaba por turnos, ponderando las quejas de cada uno, poniéndole la mano en el hombro al que llegaba con lloros o apaciguando a los más violentos con una pericia digna de Naciones Unidas. Nunca daba la razón a alguien por entero y solía terminar los conflictos más graves entregando en prenda algún juguete que nunca habíamos visto y que debía ser devuelto si la paz se quebraba.

Diego obtuvo así muchos privilegios, en el barrio y en el colegio. Era el primero en elegir compañeros para jugar al fútbol, incluso cuando el balón no era suyo. Fue invitado a todas las fiestas de cumpleaños y los padres siempre nos lo ponían de ejemplo. Y nosotros aceptábamos sin remilgos estar un grado o dos por debajo. Quinto fue el curso de gloria y encumbramiento de Diego, gracias a su cruzada para evitar el abuso hacia los de primero y segundo en el patio, creándoles un espacio propio al fondo de la pista de baloncesto-balonmano-voleibol. Todo hacía presagiar un verano glorioso jugando en el descampado, con mi amigo repartiendo juguetes y justicia. Sin embargo, al terminar el curso, sus padres se lo llevaron al pueblo para pasar unas largas vacaciones, mucho más largas de lo habitual. Desde mi terraza los vi subirse a un taxi para acercarse al coche de línea con un buen montón de bultos. Agité la mano, pero él no me vio. Le llamé y no debió de oírme, porque no subió la mirada, que interpreté triste por dejarnos allí a los amigos del barrio.

—Pedro, deja de gritar y pasa dentro —me dijo mi madre.

—Es que Diego se va al pueblo para todo el verano, pero todo, todo, me ha dicho.

—Estos van a vender lo que les queda en el pueblo.

—¿Por qué? —le pregunté.

Pero ella no me contestó, así que volví a asomarme, pero el taxi ya se había marchado. Me pregunté qué haríamos durante el verano sin él. Sin embargo, aquel verano se mudó un chico nuevo al bloque de pisos de cuatro habitaciones que estaba frente al nuestro. Se llamaba Martín y había vivido en el barrio de al lado sin que lo supiéramos ninguno. Mi madre pronto averiguó que tenían allí una panadería. Sería porque el pan es imprescindible o porque las magdalenas gigantes de la madre de Martín no tenían igual, el caso es que su familia empezó a prosperar en medio de aquella crisis que yo pensaba que era el estado natural de las cosas porque no había conocido nada más. Fuera por su éxito o por la crisis o por ambas cosas, sus padres habían comprado a muy buen precio un pequeño local al lado de mi casa para vender chucherías y una nave al otro lado del descampado, donde instalaron un obrador para servir a pastelerías y a otras panaderías, dejando su viejo local para productos dirigidos a celiacos como su hijo Martín.

El mismo día que lo conocimos, Martín nos explicó qué era eso de ser celiaco. Lo contaba tan bien, que la intolerancia al gluten parecía un estado de gracia. Desde luego, lo de ser celiaco no le impedía correr más que nadie y después de ganarte no se olvidaba de resaltar que habías estado a punto de llegar antes que él y que, seguramente, la próxima vez lo conseguirías. No tenía la variedad de juguetes de Diego, pero, de vez en cuando, nos llevaba con él hasta la tienda de chucherías, que atendía un primo suyo que era como una fotocopia ampliada de Martín y que siempre nos regalaba alguna cosa. Él apenas probaba nada de aquello, solo de dos o tres clases que su primo le tenía reservadas y marcadas.

—¿Quién es ese? —me preguntó Diego cuando volvió en septiembre, justo para el primer día de colegio.

Señalaba con la barbilla a Martín, que estaba a un lado del patio, escogiendo compañeros para uno de los equipos que iban a jugar al marro durante el recreo. Le puse al tanto de Martín y de sus méritos, con algo de vergüenza que no sabía muy bien de dónde venía. Diego asintió a los detalles de mi informe, callado y serio. Cuando terminé de hablar, me puso la mano en el hombro y me dijo que no me preocupase, que fuese con los otros, que él tenía que cuidar a los de primero y segundo al fondo de la pista. Lo vi caminar lento, admirando cómo las oleadas de chavales se iban abriendo a su paso para cerrarse después con la elegancia de las aves migratorias. Me quedé en medio del patio sin saber con quién jugar, así que le pregunté a Martín y me dejó entrar en su equipo sin que nadie se opusiera.

Al día siguiente, Diego apareció con un balón de futbito. Era algo prohibido y a saber cómo había conseguido meterlo en el colegio, pero nos llevó a sus mejores amigos ‒sus íntimos, si hubiéramos sido un poco más mayores‒ hasta el fondo del patio, a la pista de tierra. Les pidió a los de primero y segundo que se fueran y ninguno replicó ni se hizo el remolón. Diego se volvió hacia mí y, pasándome el balón, me dijo:

—Todos los días jugaremos aquí con este balón y cada día lo guardará uno de vosotros. Tú, el primero, Pedro.

Me sorprendió tanto que me eligiera a mí que se me cayó el balón de las manos y fue rodando hasta los pies de Don Romualdo, que daba clase a los de primero y que se había acercado al verlos irse de allí en manada.

—¿De quién es este balón?

—Mío, Don Romualdo —se adelantó Diego, bajando la cabeza.

—Bien sabes que estos balones están prohibidos, Diego. Si quieres que te devuelva el balón, que venga tu padre a hablar conmigo. Tu padre, ¿me oyes?

Asintió sin levantar la vista. Me sentí aliviado, porque su padre podía venir al colegio a cualquier hora. Sin embargo, cuando el profesor se fue con el balón confiscado, mi amigo permaneció cabizbajo.

—¿Qué te pasa? —le pregunté.

—Mi padre tiene un trabajo nuevo en una gestoría.

Se fue andando hacia los servicios sin mirar atrás. Los demás, sin que nadie lo decidiese, nos acercamos a los que estaban jugando al marro. Ya habían hecho los dos equipos, pero Martín lo arregló para repartirnos entre uno y otro. Diego salió de los servicios cuando ya quedaba poco para terminar el recreo y fue a sentarse en el escalón de la entrada. Intenté acercarme a decirle que él también podía sumarse, que Martín lo arreglaría aunque solo quedase un rato para el final del recreo, pero íbamos perdiendo y no quería que me cogieran.

Este cuento se publicó en el número de noviembre del periódico Salamanca al Día. La versión publicada se puede consultar en este enlace al periódico en formato pdf  (página 22): https://salamancartvaldia.es/adjuntos/fichero_1150717_20201107.pdf#_blank 

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