Tres velas

Tres velas

Lilián

23/10/2020

Él sabe; la esencia de la soledad, ese instante sublime del atardecer le brinda felicidad. Ha bebido el dulce néctar; ha sentido los deliciosos aromas y ha mimetizado los ojos con el color del cielo, cuando una resignación melancólica se convierte en el placer de las cosas triviales.

Él sabe que, finalmente, cuando la rueda del azar lo disponga, cuando los hilos de las marionetas del destino así lo quieran, se encontrarán. ¿Cuántos años han pasado? Ya ha perdido la cuenta, sólo sabe que ha virado su semblante juvenil por ese rostro enjuto surcado de pliegues; se ha modificado la mirada chispeante, por unos ojos opacos inexpresivos; se ha cambiado un cuerpo grácil por otro más fornido, que aún mantiene la fortaleza original. Se ha endurecido, sin perder la ternura; ha pasado la secuencia del dolor, el miedo, la ira, por esa templanza que le otorga la tristeza.

Hace muchos años, el viejo había optado por la soledad. Sé que vive en el socavón de la montaña, al costado del camino, donde se había desbarrancado el auto.

Nosotros, los camioneros, ya es una tradición, cuando viajamos por la zona, le llevamos leña, tres velas y comida, que a veces rechaza. No, dice, tengo charqui. Cacé una liebre hace unos días, allá en el bajo. Los perros me ayudaron y todavía me queda un poco de guanaco asado. Y ahí se queda, mirando el horizonte, en compañía de los perros.

¡Qué estará observando, más allá del sol rojo que tiñe el filo de las montañas. Así había sido aquella vez, cuando él conducía por ese camino sinuoso; el sol lo encandiló. No tuvo la culpa, ¡cómo iba a ser culpable, si su mujer y los dos niños eran lo que más amaba en el mundo.

Cayeron y allí quedaron, en el fondo del abismo.

-¿Él se salvó?

-Sí, pudo salir y desde ese momento, se juró quedarse junto a los suyos. Hay un santuario en la cueva y él los vela indefinidamente. Ha rechazado vivir en la civilización.

-Bueno, llegamos.

-No se ve el humo del fuego que calienta ese hueco. ¡Qué raro!

Al acercarnos, el aullido de los perros nos hizo parar los pelos. Allí estaba el ermitaño, enroscado, como en su propia caparazón. La hoguera no había sido encendida, ni las tres velas. Los restos de leña y carbón estaban congelados, como su cuerpo. Se dejó morir. Se quebró como la escarcha. Llegó al límite de la perseverancia. El dolor, el frío, el sufrimiento, finalmente hicieron detener su corazón.

A su lado, el cuchillo de cazador estaba manchado de sangre, la sangre de los perros que lamían sus heridas. Los había acuchillado para que no le molestaran el morir.

Tres velas estaban apagadas, como si en su último suspiro, el ermitaño las hubiera soplado.

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