Estoy a un par de metros del acantilado, inmerso en las nubes, tiritando. Contemplo, entre fugaces grietas de visibilidad, cómo el cúmulo avanza desvaneciendo la sierra baja. El resplandor empieza, teñido de un anaranjado tenue, a asomar entre el horizonte. Cubriéndose entre el suave manto núbeo. Aquí, en medio de la grandeza natural, me siento nimio, pero a la vez inconmensurable. Un tanto vivo, un tanto humano.

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