Pasa a veces que los niños conviven varios años unos al lado de los otros, saben bien los nombres de todos sus compañeros de colegio, pero no se conocen hasta que uno le enseña algo al otro y ya no saben ni respirar si no están juntos. A mí me pasó con Andrés, el hijo de Paulina. Al comenzar aquel curso, yo tenía ocho años y él iba para los doce, como mi hermano. Casi no hablábamos, pero, cuando salíamos del colegio por la tarde, él me miraba y yo ya sabía que me estaba retando a subir corriendo por la calle de la cuesta. No me desafiaba a ganarle, no; sino a que le siguiera. Era su único amigo. Mi hermano insistía en que yo me dejaba engañar por ese idiota que no sabía hacer nada, ni siquiera jugar. Solo correr y estar solo. Esas dos cosas sí que se le daban bien, pero no servían para nada y yo acabaría igual de tonto si no me espabilaba. Este sermón iba acompañado siempre de un par de collejas, por mucho que yo conociese su liturgia e intentase escapar. Aunque le llevase el resto del día, al final terminaba arrinconándome y me dejaba el cuello rojo con la palma de su mano derecha, tan ancha, casi monstruosa. Me agarraba desde atrás y le oía resollar murmurando:

—Estate quietecito, que no te va a doler, hombre, no te va a doler.

Mientras, yo pensaba en los conejos que mi madre sostenía por las patas traseras con la mano izquierda y les decía, una y otra vez, como si rezara:

—En el arroz verás qué quieto vas a estar.

Y yo cerraba los ojos hasta que se acababa todo.

Sin embargo, yo volvía con Andrés siempre que me lanzaba esa mirada desafiante, de medio lado. Al llegar al final de la calle me decía, resoplando, que tenía que volver a casa con su madre y yo contestaba, con un hilo de voz, que sí, que lo entendía.

Pasamos así los días cortos y, después de las navidades, el resto del invierno y parte de la primavera, hasta que un día, con la malicia de la niñez, le seguí sin que se diera cuenta y descubrí que Andrés no iba a su casa. Mejor dicho, caminó hacia ella, pero pasó de largo, salió del pueblo y llegó hasta los restos de la granja. Su padre —y antes que él su abuelo— había criado pollos en aquella granja, la más próspera de la comarca, hasta que un incendio la consumió. Mi hermano me había contado alguna vez que, aunque él era muy pequeño entonces, recordaba haber visto al día siguiente del incendio los pollos que habían intentado escapar. Estaban desperdigados por el borde del camino, eran como estatuas de carbón sin terminar; al pisarlos se resquebrajaban, humeando por las grietas. Los hombres del pueblo intentaban abrirse paso con palas hasta lo que había sido el interior de la granja, pero tenían que dejarlo cada poco, porque el humo los asfixiaba. Así que, colgado de una de las vigas de metal que atravesaba la nave principal, el cuerpo del padre de Andrés se fue ahumando poco a poco, ya sin desesperación. Cuando por fin lo bajaron estaba negro como un cuervo.

Medio escondido, vi cómo Andrés se colocó frente a lo que había sido la puerta de la nave, armado de un buen puñado de piedras. Comenzó a lanzarlas de forma metódica, como si quisiera acertar a algo que se estuviera moviendo. Cuando se le terminaban, volvía a coger otro montón de proyectiles y volvía a empezar. No sé cuántas veces lo hizo hasta que me atreví a acercarme. Cuando llegué a su lado, me miró y siguió hasta que acabó con las piedras que tenía en la mano. Solo entonces me atreví a preguntarle:

—¿Qué haces?

—Intento asustar a los fantasmas de los pollos —me contestó.

—En la nave no hay nada.

—¿No los ves? —me preguntó.

Tenía una cara de verdadera sorpresa.

—No. No veo nada —le dije.

—Mira allí.

Señaló hacia unas hierbas bajas que estaban muy quietas.

—Allí no hay nada —insistí.

—Espera.

Se agachó para coger una piedra del suelo, plana, casi con filo, y se quedó preparado, con el brazo derecho medio encogido, en tensión. De repente, una brizna de hierba cabeceó y él lanzó la piedra plana con tal precisión que la cortó por la mitad. Se echó a reír con un graznido seco, largo. Era la primera vez que le oía reír. Sentí frío.

—Uno menos —susurró—. Es la única manera de que se callen. Hoy mi padre podrá dormir tranquilo. Venga, vámonos.

Le acompañé hasta su casa y nos despedimos. Aquella noche no pude dormir por una tos intermitente que me lijaba la garganta. Mi madre me puso la mano en la frente y luego un termómetro bajo el brazo: treinta y nueve. A la mañana, llegó el médico y dijo que aquello era un enfriamiento. Me recetó un jarabe y un poco de cama y calor, tampoco demasiado. Un par de días y todo volvería a estar bien.

Tardé exactamente lo que había predicho el médico en regresar al colegio. Mi hermano no había dejado de presumir durante ese tiempo contando a todos que casi me había muerto, pero que él me había perdonado la vida. Cuando intenté protestar por sus mentiras, me amenazó agitando en el aire su mano descomunal y dejé de quitarle la razón. Por la tarde, al salir de clase, busqué a Andrés. Estaba donde siempre y me miró más desafiante que nunca. Eché a correr detrás de él. Dejamos atrás enseguida el final de la calle y llegamos a las ruinas de la granja agotados. Él se sentó al borde del camino para recuperar el aliento mientras yo iba buscando piedras y haciendo un montón junto al mejor sitio para ver dónde se movía la hierba; al poco, Andrés ya estaba a mi lado, observando muy atento, en silencio.

Este cuento se publicó en el número de octubre del periódico «Salamanca al Día». Enlace al pdf del periódico (el cuento está en la página 36): https://salamancartvaldia.es/adjuntos/fichero_1141811_20201002.pdf#_blank 

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