Obstinada

En Madrid, en ese piso dónde vivimos nuestros últimos años de juventud, hay una habitación con dos camas, nuestras camas. Separadas por una alargada mesa blanca,  dos lámparas a ambos lados, que delimitaban tu territorio del mío. En medio de ellas, nuestro espacio neutral. Antes  había libros allí,  apuntes, ahora ese lugar no conquistado, lo ocupan fotos de las dos cuando no habíamos emprendido el vuelo. Recuerdos.

Obstinada, cabezota me dices a menudo. Esta palabra me lleva a un suceso, que  hace años, ocurrió en nuestra habitación. Hubo un tiempo, días , no lo recuerdo con exactitud, en el que todas las noches me despertaba presa de miedo. Te despertaba con mis gritos en los que hacía mención de la existencia de algo en mi cama. Tú sonreías, incrédula, me mandabas callar, dormir de nuevo. Mis gritos seguían hasta que al final,  nuestro padre acudía. Revisaba todo, no encontraba nada. 

Durante varios días se producía el mismo hecho. ¡Yo estaba tan segura de que algo me visitaba por las noches! Nadie lo creía. 

Una noche con la mente  clara, con el deseo de demostrar la existencia de ese algo, pensando de una manera más ordenada, mis ojos se volvieron vigilantes, detectives de la noche, antiguos serenos de mis sábanas y le vieron. ¡Claro que le vieron!

Ellos hablaron con mis manos, les ordenaron que hicieran una pequeña trampa con las ropas de cama a fin de que el intruso no escapase. Eso hicieron. Esta vez no hubo gritos de miedo, ni lamentos sólo una llamada deseosa de enseñar, de mostrar lo que nadie quería creer. Aparecieron todos, tú te levantaste también. Dentro de esa trampa casera, blanca, había un insecto. Era un grillo. 

Todavía me pregunto porqué el grillo deseaba estar allí. No recuerdo que cantase. 

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En blanco

Un viaje inesperado, unos recuerdos que recoger. Tus cosas del piso de Madrid dónde pasaste más de treinta años. Un cuaderno, más bien un bloc de dibujo que aparece en medio de tus legados. En blanco, sin ningún dibujo, sin señales de hojas arrancadas. En blanco sin ti.

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Dicen que te acercabas a la “ Casa de La Palabra”, que te sentabas entre los más jóvenes, que escribías en un cuaderno las historias que los mayores contaban allí. 

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El espejo

Se mira en el espejo del baño como todas las mañanas. Piensa en él. Su edad es media, hay algunas canas en su pelo que no se ven a simple vista. Conserva todavía destellos claros, cobrizos. -¡Click! -suena el móvil . Es una foto para él, su amante desde hace años.

Mira el espejo de nuevo, sonríe, se encuentra guapa todavía. Da a enviar la foto, también hay un texto que le acompaña. Palabras que le dicen entre otras, cuanto le desea y le extraña.

De ese trozo de cristal ovalado salen sentimientos que se mezclan cómo los hilos de varias madejas de colores, dejados a su suerte en una caja de metal, tiras de uno y aparece otro distinto de repente. Uno de diferente color que no esperabas…no debo tirar de ellos. No. Ahora no.

Se sienta en un pequeño sofá del vestidor desnuda, mientras fuma un cigarrillo. Activada por un resorte, se levanta. La locura es parte de este papel.

Abre su armario de forma apasionada, convulsiva. Escoge un vestido comprado hace poco, lo saca de la percha. Se lo prueba delante del espejo que está en el reverso de una de las puertas al abrirse. Piensa si él la encontrará guapa cuando la vea.

Va del espejo del baño al espejo del vestidor. Espejos que la acompañan. Espejos que le animan, le hablan. Espejos que reflejan esa parte oculta que lleva en su vida diaria. Se pregunta, cuál es el papel que representa en su vida, si es el de esposa o el de amante, o si son los dos o ninguno corresponde a su realidad.

Espejo ovalado frente al alargado, quizás en éste último las ideas no se convierten en un bucle sin fin, parece más bien que se desvanecen en sus extremos. Volverán de nuevo. Lo sabe.

Deja el vestido de nuevo en el armario. Un vestido para su amante y escoge otro para su vida diaria. El armario, su atrezo, su utilería.

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Dicen que mientras cortaban el cordón umbilical, antes dicen, ya estabas llorando.

Digo que tardaste en salir, que la fecha se había pasado, que te sentía dentro de mí serena, tranquila, sin ganas de ver el mundo, sólo de verme a mí.

Dicen que tu carácter se parece al mío. Ese genio que nos inunda a veces sin saber porqué, esa rebelión que no puede silenciarse jamás.

Digo que me recuerdas a mí.

Tus ojos son los míos

Están recubiertos de mar

Hay naves en tus pupilas

Tus ojos,

Navegan por la tierra,

Vuelan por el cielo

Pliegan sus velas al dormir

En cada puerto que recalan

Dicen que un relámpago

Se aparece

Los habitantes asombrados

Señalan ese rayo de luz

Es el anuncio de que has llegado

Cuando desaparece la nave,

inmersa en el mar de nuevo

Desesperado los habitantes

Quieren verte regresar

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Un día, el de Nochebuena, la tormenta que se venía anunciando tiempo estalló. Una mesa adornada para esa cena especial, unos niños que de alguna manera sabían.

Gritos, forcejeos entre los dos. Un padre que abandonaba, una madre que se moría de pena si él se iba. Una maleta hecha deprisa, un ruego por parte de ella. Unos niños que no sabían.

Él se llevó ese día la magia de la Navidad para todos. No existirá Papa Noel para ellos nunca más, sólo para los que vinieron después, las siguientes generaciones. Ellos disfrutaron de ese ser mágico que en su trineo va dejando presentes a todos los niños. El hombrecillo de blanca barba no entró en ese hogar aquella noche. Él lo sabía.

Cómo todas las tormentas, se aplacó. Dejó unos niños, entre ellos la mayor que tendría que  ejercer de abrazo para una madre, sin saber cómo hacerlo. 

Ella  construyó poco a poco ese muro entre su padre y ella. Sus manos con dolor fueron cogiendo piedras de lágrimas, de tristeza, de desesperación, de responsabilidades sin quererlas, sin poder asumirlas a veces. Cada piedra que iba subiendo al muro, llevaba un cuento escrito en ella. El muro hecho de historias, de cuentos era su refugio. Ella lo sabía.

Esta pared seca entre los dos, se construía, se alzaba, se derrumbaba, se recomponía. Un día la sabia enredadera hizo que por fin se diesen la mano. El infinito lo sabía.

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Los rayos, la tormenta, la lluvia incansable y él que ya no podría sentirla más.

Madrugada a las afueras del pueblo, en un gran de edificio, serio, majestuoso hay luz. Es el aviso, la señal de que alguien no volverá a ver un rayo de sol.

Dos hermanas desconsoladas, empapadas, responden a las preguntas de una mujer enfundada en un uniforme. Preguntas que ellas nunca ni han recibido ni han respondido antes. Se sienten extrañas. Nada parece real. Nombre, apellidos, hermanos, familiares, casado, viudo, separado… ellas van contestando a la empleada que les muestra una sonrisa de ánimo, de un lo siento a medida que las van contestando.

Aturulladas, desorientadas, deseando dejar salir su dolor fuera de allí, parecen dos niñas abandonadas. Llega la última parte de las preguntas sobre cómo desean anunciar su pérdida, qué palabras llevará esa corona de flores encima de su último lugar dónde reposará. En ese símbolo de despedida, las flores que por naturaleza son orgullosas, presumidas, se convierten en generosas, humildes. ¿Qué palabras pueden escribirse para él? ¿Cómo dejar que una oración tenga tanta responsabilidad? Las palabras tiemblan al saber su cometido.

Al final las hermanas dictan la siguiente frase :” África y tus hijos jamás te olvidarán”.

Al día siguiente, esas palabras escritas en una cinta descansan en la corona de flores. De repente en mitad del sepelio uno de los hermanos se da cuenta que uno de los vocablos se pueden interpretar mal siendo cómo había sido él un Don Juan. Sin querer, ellas habían puesto uno  que designa al mismo tiempo, el nombre de una mujer y del continente soleado. Sonrieron todos por ese equívoco. Fue lo único que les hizo sonreír.

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¡La Gran Palmera ha muerto! El jardinero tuvo que cortar su copa, sus ramas. Un enemigo de color rojizo se había colado entre ellas. Las había devorado. Todo el jardín estaba consternado. Las flores fueron las primeras en enterarse, avisaron a las aves, a los insectos. Esa noticia corrió de pétalo en pétalo, de pico en pico, de hoja en hoja, de rama en rama, de alas de colores en alas más pequeñas negras, transparentes.

El árbol era ahora el triste monumento de la soledad. Un panteón, una lápida marrón y grisácea sin brillo, sin palabras, esa sensación de desolación cuando desde el jardín, mirabas el lugar dónde se encontraba el desnudo tronco.

Por debajo del suelo también se corrió la noticia. De raíz en raíz, de gusano en larva, de escarabajo en hormiga, de ratón en topo, no hubo ningún sitio a dónde el triste suceso no llegase.

La Gran Palmera ha muerto musitaba todo el jardín.

Al cabo de cierto tiempo el color marrón del difunto se fue tiñendo de verde, eran hojas llenas de vida, de fuerza, que subían por él como si fuesen una enredadera. Vistieron al gran tallo, le engalanaron. Le dieron color, poesía, trinos, zumbidos, calor.

El gran tallo aunque dormido ya, recogió, abrazó a sus nuevos huéspedes. Entre su sueño final ya no estaba solo.

¡La Gran Palmera ya no está muerta! – gritó el petirrojo. El cuervo le contestó : “ Mi pequeño amigo, ella sigue muerta, nada la puede revivir. Eso que ves, son cantares, olores, colores, recuerdos que le acompañarán en su quimera definitiva. Es el homenaje del jardín ”

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El león que había vivido en la selva. Decidió un día pasar sus últimos años al lado del mar, cerca de los restos de sus padres. Era muy mayor pero seguía ostentando el título de rey. Es verdad que sus patas no tenían la fuerza que antes, que le costaba caminar, pero conservaba la autoridad de sus palabras. ¡Ellas tenían tanto poder! Afiladas, eran capaces de hacer frente al más feroz enemigo, suaves otras veces, construían en un segundo una historia, una leyenda. Te transportaban allí, te hacían volar. Su mirada hablaba siempre, sus pensamientos habitaban un lugar dónde pocas veces podías llegar.

Cuando salía a pasear sus ojos se posaban en todas las leonas de la zona, mayores y jóvenes. No en vano, él seguía siendo un seductor, un galán. Vivía unido por segunda vez a una leona desde hace años. Ella le amaba tanto que construyó una choza para los dos. ¡Una choza  para un león salvaje! El que necesitaba ver el atardecer, sus colores, buscaba a veces un resquicio en la cabaña, un hueco entre las cañas para poder respirar y linsojear a alguna leona que pasase cerca de allí.

Un día los terribles vientos llegaron, de un soplo se llevaron a su leona. El león furioso, no dejó que ni una lágrima saliese de sus ojos.

Durante un mes, día a día, él fue perdiendo sus fuerzas, no quiso seguir siendo el rey. Al mismo tiempo, cada vez sentía más cerca la llamada de su madre. Su deseo era descansar junto a ella. Ella le reclamaba desde dónde los cipreses duermen. Él  la convocaba desde su choza ahora vacía. Se llamaban. Él deseaba su abrazo, su consuelo, quizás poder derramar sus lágrimas junto a ella. Aquellas, que nunca dejó salir en su vida. Los leones no lloran- me dijo una vez. Así fue y antes de irse me dejó su sonrisa.

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Dicen que un día alguien descubrió tu llanto y desde entonces no deseas más que seguir descubriéndote para él, para ti.

Dicen que susurras al viento, al mar, a los animales. Es verdad, todos los días,  les  hablas, le cuentas. Ellos también lo hacen. 

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Dicen que se preparó tu llegada al mundo, es verdad. Yo sabía cuando vendrías. La misma constelación que la mía, el mismo nombre del que ya no está. Mi deseado augurio.

Digo que te vi llegar desde muy dentro de mí, que mi primer gesto al verte tan desvalido, fue cogerte entre mis brazos. Serena, tranquila, te llevé a mi pecho. Te arrullé.

Dicen que te sigo llevando con mis palabras allí, cuando me reclamas. Es cierto.

Digo que no te pareces a mí, sin embargo doy fe que te pierdes en tus sueños como yo, que en ellos eres un hidalgo caballero que busca sin cesar a su Dulcinea. Otras veces, eres el viento airado que entra por los rincones de la casa, buscando una respuesta.

Mi caballero niño lleva una espada,  pronta a defenderme

Aleja de mí dragones, gigantes, malhechores

Cuando regresa,  trae un ramo de sonrisas

Sentados en la hierba, somos ramilletes desperdigados,

dibujamos un mundo hecho de  flores silvestres

Lanzamos preguntas al mar

No importa que la espuma no responda,

ni que el mar tenga el día enfadado

Mi caballero niño y yo entre nuestros manojos, 

nos miramos

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La cancela y la luna

Una delgada cancela, una verja enmarañada separa tu dulce sueño y mi vida. Mis pies descalzos se acercan despacio a nuestra frontera, esa que no debo profanar. Desde el otro lado, miro tu sitio, dónde duermes desde hace tiempo.

Me quedo de pie, miro desde el sendero helado que me lleva hasta ti. Siento frío. Frágil, no abro esa puerta que me dirige a ese pequeño trozo del jardín. No me arrodillo. No me siento. No me callo.

Dulce Luna hecha de algodón con una mancha de carbón ligera en el pecho. Antaño protagonista de un cruel cuento. Llegaste a mí con miedo. Sentada, sin moverme, poco a poco dejaste que me acercase a ti. Dando vueltas, escondida, aparecida, retrocediendo, queriéndome, sin querer, te acercaste a mí. Nos encontramos.

Curiosas las dos, esa fue la forma de conocernos. Una rama que se esconde, una pata que la busca. Una pelota que corre por la hierba, una carrera por ella, un sol que te mecía encima de un muro. Una canción, tu maullido; unas caricias, las mías; las tuyas, órbitas enteras por mi cuerpo; sentada en la hierba, en cualquier sitio, que terminaban en mis brazos.

Ahora mis pies rezan. Las flores te nombran, la tierra mece tu cuerpo, el cielo te canta. El sol, estoy segura que llega hasta ti.

Luna, tu nombre, el mío cuando no encuentro dónde agarrarme. Lunas las dos que mirábamos a la Luna juntas.

Doy media vuelta. Te dejo que duermas, que sueñes. Regreso por ese sendero que siento oscuro, húmedo cuando me lleva. Dejo atrás, una cancela, un reclinatorio dónde te nombro.

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Nana de perros

Un pijama puesto en una niña, que lleva dibujos de perros en él. Es la foto enviada por mi querido hermano hace unos días. En ella ese rostro infantil, sonríe a nuestro mundo, al suyo también. No cabe la posibilidad, no existe, no conoce la tristeza en ninguno de los dos. Unas manitas que se cogen de forma desordenada, una sonrisa abierta a todo sin saber, un pijama que le canta a la niña nanas para que pueda dormir. Unos dibujos que de noche harán una fiesta para ella. Alzarán las cortinas del teatro de los sueños, presurosos, alegres. Por ese escenario, pasarán durante esas horas magos, ardillas, jirafas, ponis alados , princesas. La niña sentada en el palco no dejará de reír.

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¡ Hazme otro truco más!

Eres mi ojito derecho, es cierto. Mi pequeño espectador cuando yo era adolescente. Ahora alguna vez eres también mi lector. Cuando te enseño un escrito siempre suenan aplausos. Los oigo desde que eras pequeño. Gracias.

Fuiste ese hombro en la gran despedida que me arrulló. Incapaz de decirle palabras de adiós, desbordada, desamparada, fuiste mi consuelo, mi apoyo. No supe ese día sacar un conejo de mi chistera para ti. Tú lo hiciste para mí. Gracias.

Tu camisa de cuadros escoceses, ese flequillo tan liso, nunca una sonrisa muy ancha, ni grande ni pequeña, así te recuerdo yo de niño. De forma tímida llegaste a la familia. Diez años nos separan. El inesperado, quizás ese último borde de la cornisa, por dónde se agarraban las manos de un matrimonio que caería unos años más tarde al vacío. Mi aprendiz de mago, el que aprendía mis trucos, el que observaba mis manos, buscando cómo hacerte sonreír.

Hoy eres tú el mago, el gran prestidigitador, el que crea ilusiones, el que inventa cuentos, el que bautiza a los muñecos para que una niña no deje de sonreír. Gracias.

Soy huracán, si algo te duele

No sé apartarlo de otra forma para  ti

Brisa, cuando me llamas

Sabes que no puedo ocultarme de ti

No necesito palabras ni decirte 

No soy yo la que inventa trucos de magia 

Ya no, ahora los haces tú

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El arrullo

Te recuerdo con el pelo blanco cómo si siempre lo hubieses tenido así. Tu rebeca abotonada hasta el final, tu falda de tweed. Tus animales cerca de ti, siempre a tu lado. Creo que sin saberlo fuiste tú el alma de las Protectoras que nacieron luego.

Eras también mi abrigo cuando lo necesitaba, en esa tormenta desatada, en ese frío, que se había instalado después de irse él de casa. Tu dulzura era la respuesta a mis preguntas, a mis dudas. Cita ineludible a la llamada de una adolescente que no sabía cómo levantar a una madre que derrotada, sin rumbo, no quería ver la luz.

Te miraba, observaba deslumbrada ese humo, que volaba de tus dedos, desde tu sillón preferido al techo. ¿Mandarías señales a alguien? ¿Eran efluvios de tus hechizos para que todo estuviese en calma? ¿Hablarías con los animales que ya no estaban o con los que estaban allí de esa forma?

Sonrisa tranquila, manos menudas cómo tu figura y ese corazón tan firme en sus afectos. Frágil de aspecto. Llevabas en tus manos siempre libros. Lectora incansable. Tu humor inglés cómo tus raíces, tu té de las cinco cumplidor cómo tú. Tú, mi arrullo, mi hechicera.

Sube el humo, de mi cigarrillo

¡Vuela!

¡Llega hasta ella!

Dale las gracias,

Dile que todo está bien

Que llevo dentro su calma

Dile que muchas veces

Cuando sale mi humor

Me reconocen en ella

¡Volutas subid y subid!

¡Llegad de nuevo hasta ella¡

Decirle que sigue siendo

mi hechicera

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Maullidos salvajes

Tengo tres secretos guardados, escondidos; blancos y negros. Uno de ellos, al verme, el vigía, subido a la tapia avisa: “¡Ya llega ella!» 

Los otros dos, salen de alguna parte del barco. Una embarcación que navega por el mundo. Un mundo en el que no existe esa nave. Son los abandonados, los que hablan sin tener en cuenta fronteras, ni lenguajes, ni pieles distintas, todo es bienvenido, compartido.

Salvajes, libres, sienten el viento cómo nunca podremos sentir los demás. Subidos a los árboles, estos sonríen al notar sus garras afilándose, son cosquillas para ellos. Los pájaros juegan al escondite, al pilla pilla con mis secretos. Incluso una gaviota que parece una nodriza les acompaña a veces. Hay un vecino también con el color de la noche, desconfiado, sale poco del camarote. Todavía no sabe que la tierra cuando se divisa es que trae ese yantar.

Tres maullidos sin cascabel

¡No se los voy a poner!

No quiero dar pistas,  ni señales

Maullidos salvajes,  abrazando el mundo, 

aunque la gente  no los abrace

Envidio su forma de caminar, 

su elegante mirada, 

cómo recogen  los rayos de sol

Cantan a la luna cómo auténticos tenores

Dadores de  caricias inolvidables

Maullidos salvajes,  sin dueño

Con sueños que saben andar por la mar

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¿Es a mí?

Primer día de clase en una Facultad de Económicas. Una chaqueta azul está sentada ni cerca ni lejos del encerado, en medio le gusta estar. Cruza sus mangas, callada, tímida, sonriente,  mientras va contestando preguntas de los demás atuendos que hay. Presentaciones, saludos que van y vienen.

Detrás de ella un jersey castaño la mira sin cesar. Despistada.  ¿Cómo iba a saber que Eros abrigado había acudido hasta allí? Un dios que no pensaba encontrar en esa aula.

Mientras los días pasaban, Eros maquinaba. Ella embebida con sus apuntes, su familia, no se percataba de sus argucias, no le prestaba atención.

El jersey aunque tímido también,  decidió un día lanzarse cerca de ella. La prenda femenina sintió el golpe en el suelo con música de fondo, en alguna fiesta. ¿Es a mí? Se preguntó.

Eros movió afirmativamente la cabeza. Asombrada, incrédula, escuchó las plegarias de él, sus súplicas, sus requiebros y aceptó dichosa. ¿Qué fue de esa chaqueta callada después de esa confesión? Ella liberó  sus botones, sacó la pasión de golpe. Las mangas volaban con el viento. De mar en calma a mar bravío, las dos prendas navegaron juntas por él un tiempo,  entre volutas de nubes.

¿Es a nosotros? Se preguntaron cuando llegó Ares. Él separó sus manos, empujó a cada uno a su sitio. Ella callada de nuevo, él también, en un aula perdida y olvidada  ya.

Siempre recordaremos  con dulzura,  con cariño esa  primera visita de Eros.

Tímida, no esperaba a Cupido

No aguardaba a nadie

La  primera visita,  ese aula de primero

Callada, pensativa, mar en calma

Allí le vio llegar

Asombro,  sorpresa

¿Sería su nombre el que pedía?

Tras escucharle, seria, se  llenó de él

Sin coraza,  atrevida, 

valiente guerrera,  huracán entre sus brazos

Aguacero al caminar de vuelta  por  los pasillos de esa facultad

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Ojos en mi espalda

Subo la cuesta, me dirijo a la verja. Mis alumnos me esperan. Digo adiós con los ojos de mi espalda, a otros dos pares de miradas, que observan con tristeza mi marcha. Esas luces sentidas preguntan al irme: “¿Volverás?”. Hablando a través de esos ojos contesto: “Siempre lo haré”

Esas miradas que me preguntan, han llevado túnicas de colores diferentes durante años. Ahora son negras. Muy negras.

Cómo el arco iris han pasado desde el blanco hasta llegar al más oscuro. Marrones con manchas blancas, negros con manchas marrones, dorados casi blancos…

Luciérnagas perdidas, estrellas caídas del cielo encontradas en algún sitio del olvido. Rescatada cómo la última, de la soledad de una playa. Todas han preguntado lo mismo cuando he subido la cuesta. Siempre la misma respuesta de mis ojos en mi espalda. Un deseo, una promesa.

En ese camino empinado, asciendo con el sonido detrás de unas patas que me acompañan. Luego, casi al final, esas columnas movientes, vivas se quedan paradas. En esta subida, elijo estos ojos, los del dorso, para hablarles. Mi mirada frontal que nunca calla, la que camina presurosa, debe de quedarse muda, habla demasiado. Ella les contaría de mi penar. Estos, los de la espalda, son más fríos, quizás tengan pupilas del color de la cobardía, no lo niego. Es curioso cómo los ojos de las patas negras, los de la noche,  nunca hablan desde el lomo. De frente, siempre de frente.

Cada día al irme hacia mis quehaceres siento la misma interrogación detrás de mí. Emocionada, conmovida, con pena, respondo entonces con los ojos de mi espalda.

Ojos dorados, marrón glacé, 

trufas negras

Ojos que he encontrado

Que se han quedado conmigo

Hasta que Caronte ha venido a por ellos

La barca ha llegado puntual

No ha permitido retrasos

Porque cuando llega

Sólo sería egoísmo

El hacerle esperar

Es mi corazón un estuche

Dónde guardo a todos ellos

Historias de esos ojos

Que me han quitado el sentido

Mientras escribo

Hay unos detrás míos

Descansando

cuidándome

Mis ojos, los del dorso

Abandonan entonces la cobardía

Ahora, 

En este momento son los frontales

Musitan, gracias

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Madre Turquesa

Desde la lejanía te diviso. Presiento que aquel que ya no está conmigo, está entre tus brazos, cómo siempre quiso. Distante, hermosa, ojos color turquesa cómo los collares que a menudo lucías. En tus hombros recuerdo la figura de un loro gris africano picoteando feliz, libre, esos collares. Ave cómo símbolo de las aves que te amaron tanto. Una de ellas, mi padre.

Eras respeto, ese aviso de que podía llegar el trueno en un momento. Eras turquesa para él. No reconozco la calma en ti, pocas veces te he sentido cómo sueño. Conozco algo más ahora, sin embargo intuyo que al igual que él escondías un vendaval lleno de pensamientos, sentimientos. Tú poco dejabas ver. Recogías tus largos cabellos de una forma adorable con pequeñas lunas de plata. Asemejabas a una diosa griega. Recomponías ese peinado para que tus cabellos sueltos no hablasen de ti. Tu presencia en el salón de tu casa inundaba todo. No se divisaba nadie más, sólo sombras a tu alrededor cuando tú estabas.

Madre de mi padre color turquesa. Tus manos eran magia verlas moverse,  llenas de anillos, de misterios. Hasta hace poco no supe  que esas manos jugaban también a adivinar el futuro con naipes. Es tuya mi mirada, mis cabellos que al revés que tú los llevo como ofrenda, afrenta, desordenados, libres. Parte de mi lado oscuro quizás sea tuyo. Puede ser.

Madre turquesa cuida de él.

Madre de todas las madres

Turquesa, refugio último de mi padre

Misteriosa, desafiante, su hechizo 

Trueno a punto de caer

Madre turquesa,  en calma

dásela a él 

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Pupitres juntos

Mi  cordura : 

Podría decirte que me he convertido en astronauta, en pájaro, en nubes, no te asustarías. Podría hablarte de voces que sólo oigo yo, nunca me dirías que es imposible. Podría contarte que soy deseo escondido, sombra dentro de las sombras, me entenderías. Podría decirte que he andado por el infierno. Con tu voz cálida me preguntarías cómo es, sin regañarme por haber pasado por allí. Me acompañas en todas mis visiones, en mis desvaríos también; sin juzgarme, siempre a mi lado. Eres mi carpeta desde el colegio, que aprieto fuerte en mi pecho. Dos colegialas convertidas ahora en mujeres, que siguen teniendo los pupitres uno al lado del otro. Salimos juntas al recreo una y otra vez. Llega la hora de la salida de clases y ahí estamos de nuevo…

Apuntes compartidos de nuestras vidas, sonrisas contagiosas, lágrimas recogidas en los cuencos de nuestras manos juntas. ¡Qué bello el camino que hemos hecho juntas! ¡Que hermoso el paseo que vislumbro nos queda por hacer!

Apareces constante en mis oraciones. Eres tú quien mejor me conoce, la depositaria de mis confesiones. ¡Locuela! Me nombras así. No encuentro apelativo más cariñoso que ese. Gracias

Hay en ti la grandeza de Navarra, de castillos que resisten a pesar de los tiempos. Dama de gran nobleza, libro del gran saber de la vida.

Cuando levanto demasiado los pies del suelo, cuando creo que se han convertido en alas me haces señas desde la tierra. No vueles tanto amiga- me dices. Te miro cómo una niña pillada en una travesura, hago pucheros . Me aclaras. No vueles tanto que no deseo perderte. Yo tampoco amiga mía.

Unos pupitres juntos

Unas risas

Unos secretos

Unos bailes de adolescentes

Un caminar ahora algo más lento

Siempre las manos unidas

Eso somos tú y yo

Amigas

Las mejores amigas

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El buitre 

No debo evitar hablar de él. Planea a veces en mis cielos. 

Llegó una vez, hace años, en esta estación. Cuando empieza  el otoño le veo sobrevolar. No sé si bajará con el mensaje de aquellos días. No lo sé. Sólo veo su sombra escondida en las nubes. Siento que me observa. Espero que retorne a sus dominios, que no me vea. Me oculto entre matorrales. Agazapada, empequeñecida, asustada y casi sin respirar, así me siento.

Su estocada aquella vez fue en el pecho, el mismo que se agita al nombrarle. A pesar de sentir su terrible presencia hace años, durante y después de su visita, logró que sacase la fuerza que no sabía que tenía. La que duerme en mí si no hay peligro, la que sale rauda a defenderme y defender a los demás. La que me sorprende. Ese guerrero dormido, ataviado con la lanza a su lado, que se desvela presto. Esos días  se convirtió en gigante para luchar contra él. Es cierto, me trajo dolor pero también la dicha de poder mostrarme a los demás sin coraza, quizás cómo mi nombre querría significar: verdadera.

A pesar de eso, no puedo tener afecto por él. Invento un nombre para llamarle. No deseo que llegue. Cuando percibo sus alas agitarse, me arrodillo y le pido un tiempo más. No sé si sirven de algo mis ruegos, no sé si me escucha. Conjuro  ahora : 

-¡Déjame más tiempo tranquila! Tengo mis quehaceres, mis afectos a los que sonrío, mi sueño. Tengo miedo de que regreses, de volver a atravesar el cierzo. También te digo que el frío si llega,  no hará que abandone a ninguno de mis seres queridos. 

No temo a las aves, quisiera ser una de ellas siempre. Sueño con serlo y sin embargo hay una que me desgarra  el alma.

Cuando pase octubre, cuando vea que se ha ido, me olvidaré de él hasta que comience el próximo otoño. Entonces sin su amenaza ya, inventaré colores nuevos para las hojas, descubriré cuentos sin contar, abrazaré, amaré, saltaré los charcos, miraré la luna, descansaré tranquila.

Así es y así será todos los años cuando comienzan a caer las hojas hasta que no le vea en el firmamento y esté segura de que se ha ido.

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La madre pedida

Un día una mujer paseando cerca de una fuente oyó un maullido lastimero. Petrificada, asombrada, buscó de dónde venía. Una bola negra de apenas un mes era el autor de ese llanto. Se acercó despacio. El pequeño azabache paró sus lágrimas y de forma suave le preguntó: “¿Quieres ser tu mi madre?”. Ella cómo respuesta abrió su chaqueta, le alzó con sus manos y le abrigó allí.

La madre pedida buscó biberones para alimentarle, inventó juegos, le cantó canciones. ¡Ay esa madre rogada, arañada y dichosa de tanto jugar con él!

El tiempo pasaba, la bola negra se hacía mayor. Entonces, se preguntó la madre escuchada, cómo enseñarle la vida.

Le dejaba en el jardín a ratos, para que oliese las flores. Le enseñaba el estanque, le subía a los árboles, señalaba a los pájaros y lo más importante le presentó a los demás maullidos del bosque. Ella intentaba así que él sintiese su camino, que lo desease, que lo buscase. Poco a poco el muchacho felino pedía más tiempo con sus amigos. Orgulloso cazador, travieso hacía reír a los demás. Ella le miraba complacida, ella su madre rogada.

Hoy es el día que él ha tomado las riendas de su vida pero no la olvida nunca. Cuando oye sus pasos, escucha su voz o vislumbra su sombra sale raudo a recibirla. No en vano, ella siempre será su madre pedida.

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El ave Fénix

Tienen sus manos en vez de dedos, personajes, marionetas que ejecutan una obra una y otra vez con éxito. Su voz cantarina, risueña, ha sido y sigue siendo mi arrullo, mi nana,  desde el momento que nací, mucho antes yo creo. Esa voz que acude presurosa aunque yo me esconda para no dejarle  sentir mi tristeza. Ella siempre me encuentra.

Corre sangre andaluza por ella. Inventa palabras desconocidas para los mortales. Es un lenguaje misterioso el que emplea a veces,  con tanto sentido,  que no te queda más remedio que sonreír al escucharlo y hacerlo tuyo también.  Es la mejor contadora de cuentos que conozco. Ella me enseñó a leer y a escribir en plena selva,  sin nada más que sus canciones, sus relatos. Es el libro también de las anécdotas pasadas y presentes. Convierte cualquier hecho cotidiano en una historia sin par. Su imaginación no conoce límites. Conserva su niñez intacta. 

Su encanto, su tono de voz, su risa, su hermosura. Ojos verdes que a veces se convierten en grises. Si te encuentras con ella, si por la calle pasas a su lado, si coincides en algún sitio,  no la olvidas jamás.

Fue la sinrazón de mi padre, su alegría, su cantar. 

En las reuniones familiares que coincidían los dos, él se sentaba al lado de ella, aprovechaba esos momentos libres y la cortejaba sin parar. Ella se dejaba dichosa, adora el cortejo y  le adoraba a él a pesar del daño que en un momento dado le hizo en su vida. Tan generosa ha sido y es.

Es el ave Fénix por su fuerza natural, por su capacidad de renacer de sus cenizas siempre, por sanar nuestras lágrimas, por su resistencia física, por su magia al adivinar nuestros pensamientos. Ella es mi madre. Madre mía y de todos porque cualquier persona que la conozca desea ser un poco hijo de ella, desea que le cobijen sus palabras,  que le cuente un cuento. 

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El gorrión 

Desgarbado, delgado, pelo muy corto, de color negro, manos con dedos alargados que al principio le costaba controlar, sentir. Son manos que fueron atadas de pequeñas en algún país del Este, más tarde desatadas en un hogar nuevo que le dio la oportunidad de crecer lejos del olvido y la tristeza a la que estaba abocado. Sus ojos muy oscuros, sus gafas son parte de él. Se mueve entre la adolescencia y esa infancia triste a veces que se asoma en sus ojos.

Ha aprendido a sonreír, ha aprendido a querer a las palomas que desde la ventana le miran resolver problemas de matemáticas. Hasta les hemos puesto nombres inventados. Un nombre hace referencia a su amor juvenil de clase, otro es el de él. Ya no desconfía de ellas. También hemos creado un cuento entre los dos, la historia de una traviesa bruja,  que nos mira a veces, desde la ventana de enfrente.

Mi pequeño gorrión lleva tanto miedo dentro en algunos momentos. La oscuridad, el sentirse pequeño con respecto a los demás. Él no sabe lo grande que es y será. Tantos vuelos le quedan, yo adivino que serán magníficos.

Nos miramos casi todas las tardes. Nos sonreímos, nos entendemos ahora. Al principio nos costó a los dos. Imagino que no es fácil para un gorrión encontrarse una paloma en vez de un ave tan sabia cómo el búho que le enseñe. ¡Una paloma despistada, sonriente, bromista, que hace piruetas en su vuelo, que también es equilibrista! Eso pensaría al verla. ¡Un gorrión tan tierno que cierra sus alas desesperado cuando no entiende las cosas y se esconde! Eso pensé al verle.

Cada vez que vuelo hacia él mi sonrisa va conmigo y al abrir el sitio dónde nos encontramos se encuentra con la suya. Dos sonrisas, una complicidad ahora, la música que nos acompaña a veces. Si esta paloma pudiese ser un payaso lo sería para que no dejase de sonreír, si pudiese ser una bailarina bailaría para él. Todo lo que le hiciese feliz.

“No voy a olvidarte” salió de su boca el otro día. Sorprendida, le pregunté el porqué de esa frase. Su respuesta fue que nunca olvidará a los que quiere. Palabras de un pequeño gorrión tan sabio, más sabio que los búhos porque en su gorjeo lleva la dicha a quienes le conocen de verdad.

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Aurita la meiga

Una vez me contaron que las meigas  llevan gafas oscuras. No se las quitan para hablar contigo si no desean hacerte mal, si no desean echarte el mal de ojo. Ellas tienen ese poder en sus ojos, en su mirada. Con ellas puestas, se esconden del mundo y se convierten a los ojos de los mortales en adorables viejecillas, sentadas en la puerta de alguna casa antigua de piedra, de algún pueblo olvidado. Tejen, hablan entre ellas o simplemente están en silencio, mientras algún felino pasea feliz entre sus piernas. Sentadas en sillas de mimbre, miran a los asombrados paseantes, intrusos o turistas caminar, pasar por delante de ellas. 

Tuve la suerte de haber conocido a una de ellas. Llevaba gafas oscuras grandes, nunca se las quitó delante de mí. Su figura era alargada, huesuda, el pelo blanco. Vestía casi siempre un jersey granate tejido por sus manos y una falda negra. Tenía la voz áspera. Hablaba el gallego de esa zona interior. Cómo eterna compañía sus zapatos negros cómo sus medias  y su bastón.

Su nombre Aurita, Aurita la meiga.

Llegó a este lugar después de que un sobrino suyo pensase que no era lo suficientemente fuerte para seguir ocupándose de sus tierras, de su casa, situada en una aldea interior, muy dentro de esta Galicia querida. Ella siempre echó de menos sus raíces.

Al llegar aquí contaba unos noventa y tres años. Soltera, nunca se quiso casar ni lo echó de menos . Salía a pasear todas las mañanas. Siempre el mismo trayecto. Desde la casa de su sobrino hasta la fuente que hay un poco más allá de la mía. Luego media vuelta de nuevo, vuelta al que era su hogar ahora.

Solía acompañarla en el paseo cuando la encontraba o paraba el coche unos minutos cuando la veía, para hablar con ella. A veces no se daba cuenta, no oía demasiado bien. ¡Aurita!¡Aurita! Llamaba desde mi coche. Cuando se percataba de mi presencia, movía el bastón hacia mí cómo saludo.

Los perros la adoraban, los niños la temían. Uno de mis perros, Toffee que era algo especial, que no se llevaba bien con la gente, se dejaba tocar solo por Aurita, embelesado, hechizado. Imagino que sabría y sentía  su poder.

Aurita me decía que desde la ventana de su casa me veía jugar con los perros en mi jardín, que la saludase desde allí siempre. No imaginaba cómo en esa distancia podía verme, aun así siempre que estaba en ese lado del jardín, gritaba su nombre y alzaba mi mano.

Parada frente a mi cancela, me la encontraba muchas veces hablando con los perros, preguntándoles dónde estaba yo, preocupada por mí. Dulce meiga. 

Un día no volvió a pasear. No fue culpa de las lluvias intensas, ni del frío. Simplemente se nos había ido la meiga de aquí.

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La buganvilla

Cerca de aquí, dónde están los restos de una antigua casa de piedra, crece la buganvilla más preciada que hay en este lugar. Es un misterio quien la riega, quien la cuida. ¡Es tan hermosa verla!

Sus flores lilas, lozanas, alegres, dan vida a esos restos que se dejan mimar, cuidar, acariciar. Los dos son una postal soñada, una foto eterna, un sueño entre la arboleda. El color de las flores, ese malva tan intenso, nunca ha tenido parangón aquí.

He preguntado a la gente del lugar sobre la historia de esa casa misteriosa, cuya estructura se deja ver todavía un poco. Esto es lo que me han dicho…

Cuentan los de este lugar,  que hace muchos años, vivía una campesina allí. Algunos la creían algo bruja porque hablaba con los árboles, con los animales, con las piedras y poco o casi nada con la gente. Tenía los cabellos ensortijados, claros, ojos muy azules. Era menuda cómo sus manos. De mirada soñadora, enigmática y a veces hasta desafiante. Nunca supieron muy bien de dónde venía. Dicen que un día ella, con su figura enigmática, pequeña, apareció por el pueblo. Se instaló allí, en esa casa abandonada. Algunos dicen que podría haber sido  descendiente de algún lugareño. Hablaban incluso de que podría ser pariente de “El brujo”, quizás su hija. Él ya  fallecido, años antes de su llegada, era un hombre sabio que antaño, curaba a las gentes del lugar solo con sus manos. Poco se sabía de él. De vez en cuando hablaba de sus hijas alejadas, de cómo deseaba que volviesen a este lugar algun día. Murió sin que nadie supiese la verdad de sus pensamientos, de sus decires. La intrusa poco dijo al llegar y casi nunca se dejaba ver.

La casa era sencilla, acogedora, pequeña. No estaba cercada por ningún muro de piedra. La pequeña edificación se fundía con el bosque cómo si fuese hija de él. Unidos los dos en uno. 

En una de las ventanas, la invasora plantó esta buganvilla. La planta creció con tal rapidez, cómo si al hacerlo, se reafirmase, cómo si siempre hubiese sido ese su lugar querido, como si firmase con tinta indeleble. Las flores abrazaban la ventana dónde se suponía era el dormitorio de ella. Al pasar por el camino, muchas veces, veían a la campesina asomada, con las manos posadas en el alfeizar.  Por sus gestos parecía que hablaba con alguien. Nadie había allí en ese momento, así que los del pueblo se reafirmaban  en la idea de que era una bruja o simplemente  una alocada  campesina desdichada.

Un día uno del pueblo, llegó apresurado, casi sin aliento a la tasca del pueblo. ¡He visto a la extraña  hablar con un hombre! Asombrados, estupefactos, curiosos, atrevidos, se acercaron varias personas hasta allí. Escondidos entre los árboles vieron en efecto a la campesina paseando con un forastero. Era un hombre alto, de porte distinguido, sobresalía el color cano de sus cabellos, sus manos cogían las de ella. De lejos no vieron mucho más, sólo se percataron, oyeron, por primera vez el sonido de la risa de la campesina. Parecía un cantar, él  a su vez, la respondía con otro.

No saben decirme mucho más. Ellos creen que los dos vivieron años y años allí juntos. 

Saben, eso sí,  de la eterna buganvilla que a lo lejos sigue deslumbrando  por su color. Saben también  de la casa que poco a poco por los años, dejada, deshabitada se convirtió en las ruinas que ahora son. Ruinas que nunca ha dejado de abrazar la fiel buganvilla. Ella le da la vida, la tiñe de color. No la dejará jamás.

La leyenda dice después que son ellos, la campesina y el forastero, convertidos en almas, quienes la siguen cuidando, regando, haciéndola crecer con sus cantares, sus sonrisas, su sentir. Los dos eternamente  juntos.

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¡Shhhh!

Tus guantes siempre han estado en el mismo sitio desde que los traje de Madrid. Son de piel, algo cuarteada ahora. El color es amarillo deslucido. Son de tamaño pequeño porque tus  manos eran menudas  para ser hombre.

Ayer al verlos en su sitio, invisibles a las miradas ajenas,  mis manos no pudieron resistir el impulso de ponérmelos, quizás con ese gesto, poder acercarte  a mí. Al ponerme el derecho mi pulgar no encontró suficiente sitio para estirarse. Me pregunté la razón. El izquierdo no opuso ninguna resistencia en mi mano, mi pulgar se relajó allí, encontró su sitio perfecto.  ¿Qué había pasado entonces en el derecho? El guante había sido hecho a mano, a tu mano. El hueco del pulgar era el hueco de tu dedo mutilado. El dedo de tus cuentos, el traje a medida del dedo que un día te comió un elefante. El olor de ellos era la pintura de esos barcos metidos en botellas, era también olor a selva.

Mi descubrimiento me hizo pensar en tantas cosas que nunca me dijiste y cómo siempre me maravilla ese afán tuyo cómo el mío de preservar nuestro secreter, nuestra pasión. Tú tenías ese altillo misterioso que en el final de tus días casi no salías de él. Tu sonrisa al mirarme parado desde la puerta de tu mundo. ¿Qué hay detrás? Te preguntaba con mi mirada sonriente también. Respondías con tus ojos castaños, serenos : “ Un mundo inventado cómo el tuyo, cómo el de muchos. Deja que lo atisben, que lo intuyan, que se sorprendan a veces»

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Zarcillos

Zarcillos en mis cabellos, yo los quisiera. No de plata sino de color ocre, rojizo, dorado. Una amalgama de todos para que me encuentres bella. Zarcillos también en mis manos, yo los desearía. No cómo los del guisante sino parecidos a los de la vid. Traviesos, alocados y abrazando tus brazos.

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Ella

En una fotografía en blanco y negro aparece ella de apenas unos meses en brazos de él. Tiene los ojos cerrados. Una mano levantada cómo si saludase al viento. La otra mano tan cerca de su boca que parece taparla. Los dedos miran hacia fuera. Es el dorso quien calla a los labios. Él la mira embelesado, con ternura. ¿Qué le estaría diciendo él en ese momento?

Aunque parece dormida, sus párpados no están tranquilos. Persianas forzadas a cerrarse. Sus pequeños dedos en esa mano que calla sin callar, parecen defenderla de algo. ¿Temía ella a la vida ya y buscaba un lugar dónde perderse a veces? Él aparece de perfil y la mira fijamente. ¿Cómo pudo ella perderse esa mirada alguna vez?

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Etérea

Mariposa que vuelas entre dos tierras. Una la de los arrozales y otra la de las meigas. Te cuesta encontrar tu sitio y eres sitio de todos los que encuentras. Compañera de tantos vuelos cuando estábamos juntas. La carretera, los senderos perdidos, el monte, eran nuestro destino. Por el camino nos parábamos dónde un maullido, un ladrido nos llamase.

Nuestros tés juntas. Esa imagen de las dos con frío, con lluvia y con nuestra risa cómo habitual compañera de nuestras tardes en Lourido. Paseantes las dos de playas interminables, dejando nuestras huellas, nuestras confidencias al borde del mar. Los cabellos alborotados de las dos mecidos por el viento, rojizos y castaños. Supervivientes de mil naufragios, corsarias sin bandera, sin barco a veces.

Mariposa que posees tanta fuerza en tus alas aunque no lo creas. Eres más fuerte que el viento. Eres la traductora del habla animal, intérprete de los sueños, compañera de las flores que cuidas sin cesar. Un ala dulce y otra enérgica te ayudan a elevarte. Las dos forman parte de ti.

Mariposa hermosa que sigues cerca de mí. ¡Es tan bonito tu vuelo!

La Pluma

La pluma nació en el medio de cuatro hermanos. Fue el tercero, el primer varón, el que lleva el nombre de su padre. A la sombra de sus hermanas mayores , fue creciendo. Seguramente creó un mundo inventado con lo que tenía.  Entre sus cosas preciadas, estaba su  camión de juguete. Callado, reservado,  hacía los deberes en la  sala de estar. Quien sabe si ya sus manos iban tejiendo historias  desde ese  lugar apartado de las risas de sus hermanas . 

La marcha de su padre supuso un duro golpe para él, al igual que para todos. No vieron, no sintieron sus hermanas  el silencioso lloro que caía por su rostro . Ellas se volcaron quizás en consolar al pequeño . La partida del cabeza de familia le convirtió en el caballero andante  de una madre desesperada en ese momento. Una promesa hecha  en algún lugar de la casa. Un fervor por ella que con el tiempo se hizo patente. Pasaron los años, la pluma creció en silencio, pasó inadvertido entre sus libros y sus amigos. Quiso ser el mejor abogado para su madre y para todos aquellos que  les arrebatan sus derechos.

Un día un espíritu le vio sentado en un banco de un parque. Él supo oír su llamada, le reconoció. El espíritu le pidió que sus manos llenas de sufrimientos, redactasen escritos sobre guerrillas sin final, sobre pueblos sin ser reconocidos, sobre asentamientos dónde los niños juegan en el barro mientras los padres sueñan con salir de allí. Escribir sobre lo que había vivido. La pluma a cambio de atender su petición,  le pidió un favor, lo que más ansiaba, ser un espíritu libre.

Ese pacto convirtió a la Pluma quieta en una alada mensajera , sin referencia a ningún pájaro conocido. Ella atada a un papel hasta ese momento, voló libre entonces.

Ahora va dejando entre tus vuelos: libros, pensamientos. A veces los  imprime, con tanta fuerza que hasta las hojas se quejan.

El amor que la Pluma profesa a sus seres queridos tiene una forma extraña. Esa manera misteriosa de amar, buque insignia, que les dejó su padre a algunos de sus hijos, cómo herencia.

Doña Despedida

Doña Despedida se agarra a la mampara de metacrilato. No desea irse. Observa las miradas que desde un lado y desde el otro hablan de promesas, de regreso, de esperas. Las escucha. No le gusta el traje que lleva hoy. Resbala por el cristal, no va a poder quedarse mucho más. Cerca de las miradas, desde un mostrador, una bata blanca le da órdenes de que tiene que irse ya. ¡La existencia de Doña Despedida es tan variada!  Su presencia  puede ser larga, corta, indecisa, firme, silenciosa, con  gritos, con caricias y besos, con enfado, dulce, necesaria, innecesaria, despiadada, dura, ligera, con equipaje o sin él.  

¡Hace tanto frío en ese sitio! No sabe que abrigo ponerse encima del traje de  tristeza que lleva antes de salir por la puerta.  Rebusca en sus bolsillos alguna indicación, algo, lo que sea, para este momento.

Una mirada es mayor, llena de congoja. La otra más joven, la visitante, también lleva la pena,  aunque está acostumbrada a no enseñarla. En su lugar le habla de una visita de nuevo, de añoranza. de sentimientos sin decir. Más abajo de ellas, las bocas tapadas, los labios desesperan porque su sonido traspase las telas que oprimen sus palabras, que las reducen cuando desean ser grandes. Las manos no llegan a las otras manos.

Doña Despedida entonces lleva las manos, la de la más joven, a ese muro transparente. Al otro lado las mejillas de la mujer mayor recogen esas caricias que han sabido traspasar esa frontera helada. ¡La atraviesan, la cruzan! Esa es la fuerza que a veces tiene Doña Despedida, es el  poder de ella, cuando no tiene instrucciones.

Con el  abrigo puesto, se despide. Volverá allí. Lo sabe.

En blanco

Hace tiempo que quería escribir sobre ti y no sabía cómo empezar. Tu melena rizada se me aparece a veces por la calle o en el paseo de la playa, en diferentes sitios. Pienso en ti. Una carrera que empezamos juntas.

Recuerdo la primera vez que te vi en el sitio pintado de blanco, color del sin saber que pasará ahora, del tiempo que se queda pensando. Se para y no sabe mucho más. Te dije que me alegraba de verte después de tanto tiempo. ¡Qué desafortunadas mis palabras allí sin quererlo!

Después de ese encuentro, paseábamos juntas al lado del mar. Tu mar. Tantas veces pintado por ti.

Años que fuiste un corredor igual que yo. Llevabas más peso en tus zapatillas que en las mías. Te costaba caminar con ellas al final.

Es tan injusta la frase que se atribuye a los corredores finales. Se dice que somos luchadores, que hemos ganado esa batalla. Se nos atribuye ese mérito y no es así. Los que no han llegado a esa meta también lo hicieron y más que nosotros. ¿Por qué no llegaron ellos?

Quiero creer que los jueces de esta carrera no son crueles sino egoístas, que se llevan con ellos a los mejores, para tenerlos a su lado.

Desde entonces hay una playa que sueña con que vuelvas a sentarte allí, que la pintes como hacías. Hay un paseo adornado con árboles de morera que extraña tus pasos por él. Hay un escaparate donde todavía hay algún cuadro expuesto tuyo, que retiene tu sonrisa. Hay un alma que impregnaba todo, con sus colores en la tierra.

Hay un corredor todavía, que a veces se para, que sabe que la carrera no ha terminado y que te piensa a menudo.

A ratos

Ayer te tuve un rato. Te acercaste a mí en una terraza. Te miré venir hacia mí y me embargó la dicha. Mis manos tocaron tu pelo suave. Debías de tener unos tres meses. Sonreías. Sonreí.

Te he visto paseando con abrigo, sin él, con correa, suelta, libre, mayor, joven, cachorro, con pelaje más oscuro, con tu pelo hecho de nubes. Y te he llevado conmigo ese rato.

Hay miradas que se cruzan y cuando lo hacen ya no se olvidan más.

Desde el coche te miro pasear, jugar en la playa, echada en alguna terraza. Mi mirada en ese momento generosa, se apiada y te trae a mí.

¿Por qué no deseo recordar el día de tu partida? 

“Siento mucho lo de Pru”. Fueron tus palabras al enterarte, en esa llamada inesperada y tan necesitada.  Gracias por haber atendido mi dolor.

A ratos ¿sabes?, ella sigue conmigo.

El hombrecillo blanco

– ¿Es a mí ?

Las manos enfundadas en guantes blancos de ese conocido hombrecillo, que me mira desde el otro lado de la calle, parecen decirme  que sí.

– Lo siento. No le entiendo 

Me dibujan algo de nuevo  y luego desaparecen al igual que su figura. 

Parada en la calle, me quedo  pensando en este hombrecillo cuyas manos  son  aleteos de mariposas o dados con puntos infinitos. Le he encontrado muchas veces en mi vida.  

¡Misterioso hombrecillo tengo que escribir un cuento sobre  ti! 

Palomas 

Cuando te veo volar, me agarro a tus plumas y volamos juntas.

Cuando te miro en la fuente, sé que esperas a la otra que ha de venir.

Cuando te observo en el alambre, mis pies se agarran más fuerte por el que ando a menudo.

Cuando por la hierba caminas, cada paso que das es mi paso. Siento ese arrullo de la hierba. ¡Dulce hierba que recuerda a una madre cobijando a todos los que la habitan!

Cuando aleteas sin saber de rama en rama…invento un cuento para ti. 

Vecino 

Por momentos te imagino alguien muy ajeno a mí y en otros te siento demasiado cercano. Cuando te imagino tan cerca, me duele esa distancia tan corta que siento bajo el disfraz que te has puesto. Quizás me equivoque.

Siento una voz debajo de la máscara que reclama su sitio, una recta que desea ser recta infinita con otra

Letras uniformadas

Empieza el desfile debajo de mi ventana. Letras orgullosas dentro de sus uniformes dan pasos ensayados. Sus vestimentas brillantes, sin un atisbo de error en ellas, sin una herida de guerra

Mirándolas aterida, no aplaudo.

Dentro del público un niño mira a otro niño, un abuelo mira a los niños, una abuela a un abuelo, una mujer a un sueño, un sueño a un hombre y un perro al viento.

Mirándoles  emocionada, aplaudo

Pajarillos

Buenas noches les oigo decir al ponerle la cena al gato. No les veo en la oscuridad, sólo oigo sus voces. Trinos  de  niños obedientes que cansados de jugar todo el día, acogen  ahora las camas con alegría. Suenan a agua clara, a canciones  infantiles, a pasos riendo por una escalera que sube a sus habitaciones.

– Buenas noches. -les digo. 

El gigante y la amapola

– Ven conmigo. Te llevaré a mi palacio de cristal. Tengo un jarrón de oro, adornado de piedras preciosas. Todo los días te regalaré agua de la mejor fuente que hay en mi planeta. 

– No puedo ir. No sabría vivir así. Necesito sentir el viento. 

– Dejaré abiertas  todas las puertas del palacio para ti. El viento entrará por donde  él desee. 

– No puedo ir. Además del viento necesito la lluvia. Abrir mis pétalos a ella. Rociar mis manos con ella. Cantar juntas nuestras melodías.

– Ven conmigo. Mandaré traer tinajas de agua de lluvia recogida. Cuando tú me digas regarán tu cuerpo. 

– No puedo ir. Me faltará el sol . Calienta mi piel  cuando tengo frío. Me susurra en los muros sombríos.

– Acristalaré  los techos del palacio, así entrará el sol siempre. No  pasarás frío

– ¿ Y la luna? Me mece por las noches. Me narra cuentos y peina mis cabellos alborotados por el viento. ¿Cómo podrá entrar la luna?

–  La luna , querida amapola, no te  la puedo traer. El sol se enfadaría. Se llenaría mi palacio de gatos, de lobos, de todos lo animales que cuida. Habría maullidos y aullidos por doquier. No podrías escuchar mi voz que te cantaría  en la noche. 

– Entonces  canta con ellos también – respondió la amapola

El aprendiz 

Inseguras sus manos menudas. Sueña con creer en él alguna vez. Mira el mazo de cartas. Las figuras le sonríen. El rey altivo, la reina justa, el jinete a caballo que le invita a soñar y la sota o escudero que quiere ser su compañía. Duda el aprendiz y luego se pierde entre el resto de cartas. Sus sietes y dentro de ellas, el de espadas. Su favorita.

Sus dedos acarician la cartulina. Casi es capaz de sentir la punta de las espadas. Siente pequeñas cosquillas en sus yemas. Es benévola la carta con él. Siempre lo ha sido. 

Empieza entonces a escribir con ellas aunque  sabe que si aparece él bajarán las espadas. Rendidas, dejadas a un lado, sus estocadas serán con el siete de picas. Los corazones 

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